Conseguimos habitación en el segundo piso de un hostal en Kensington Market, uno de los barrios multiculturales más representativos de la ciudad de Toronto. El pequeño cuarto no tiene baño ni aire acondicionado, pero tiene un balcón que da a la calle principal, donde a todas horas corre una brisa muy fresca que arrastra los olores de los restaurantes del rededor. El precio del hospedaje incluye un desayuno sencillo en la recepción: pan con mermelada, café y cereal con leche; pero nosotros compramos algunas manzanas, naranjas, racimos de uvas y un queso Philadelphia en la frutería que está a la vuelta de la esquina, para hacer más completas las primeras comidas del día durante nuestra estancia. Lo mejor de estar aquí es no tener que lidiar con Mamá Fratelli, quien se negó rotundamente a que recibiera visitas en mi cuarto aunque le pagara hospedaje extra.
Ya pasan de las dos de la tarde y hace tanto calor como en Monterrey. Dejamos las maletas en el cuarto, metemos la bolsa de las compras –con el número de la habitación escrito en una etiqueta adhesiva- en el refrigerador de la cocina compartida, nos mojamos los rostros y el cuello en el lavabo del baño –también compartido-, salimos del edificio y caminamos entre indigentes que hablan solos, coches antiguos estacionados, parejas con brazos tatuados desde el hombro hasta los nudillos y gente de todas las nacionalidades montando sus bicicletas.
Caminamos calle abajo buscando dónde comer. Hay tiendas de ropa de segunda mano, artesanías, establecimientos de comida vegetariana, pescaderías, antigüedades, bares con jazz en vivo, paredes con grafitis y parafernalia para consumidores de mariguana. Nos decidimos a entrar en un lugar de comida tailandesa. Tomamos asiento en el patio, bajo la sombra de un árbol de cuyas ramas cuelgan estrellas de latón de muchos colores. Nos atiende de manera muy amable un hombre con un lunar rojo que le cubre la mitad del rostro. Ordenamos un par de cervezas y el especial del día: noodles con muchos vegetales y muchos condimentos.
Pagamos la cuenta y caminamos calle arriba, comentando cómo sería la vida con un lunar rojo cubriéndonos la mitad del rostro. Echamos vistazos en todas las vitrinas de las tiendas y entramos en algunas para ver qué venden. En muchas de ellas tienen fotos de Rob Ford, el alcalde de Toronto, pegadas en la pared. Le han puesto cuernos de diablo, ojos rojos o globos con diálogos que lo hacen ver tan estúpido como parece ser cada vez que sale en televisión. Casi nadie quiere al alcalde. Al menos en este barrio. Es un hombre que tiene fama de conservador, alcohólico, cocainómano, ignorante y xenófobo. Quiso cerrar bibliotecas públicas, recortar el presupuesto destinado a guarderías y se dice que odia al peatón, al ciclista y al transporte público. Alguna vez propuso quitar banquetas para tener más carriles para coches, pues quería traer como inversión agencias de automóviles. Hay una ilustración pegada en el fondo del local. El alcalde está representado como Godzilla: pisa transeúntes y ciclistas, carga una ristra de vagones del metro en una mano y entre los dientes trae un tranvía. Se acerca la chica que atiende la caja y me dice: “No lo permitiremos, pero tememos que algún día el dibujo se convierta en realidad. Quieren robarnos nuestros espacios para –según ellos- modernizarnos, que no es otra cosa que crearnos la necesidad de tener un coche, algo que nunca hemos necesitado”. Asiento y hago una mueca en señal de solidaridad. Le compro un libro que se llama “I shall destroy all the civilized planets” y otro de Banksy. Salimos del lugar. Los canadienses luchando por que no les quiten sus espacios y los mexicanos luchando por tenerlos. No sé qué sea más triste. El título del primer libro se me queda retumbando en la cabeza el resto de la tarde.
Ya son las ocho de la noche pero aún no oscurece. Volvemos al cuarto. Llevamos despiertos desde las tres de la madrugada del día anterior. Curiosamente yo no me siento cansado, por lo que aprovecho para leer notas y pensar en algunas ideas para las caricaturas que tengo que mandar al periódico, aunque todavía me deban dinero. Renunciar no es un lujo que pueda darme. Enciendo el ventilador de tres aspas, saco las plumas y plumones del morral que últimamente cargo, corto algunas hojas de papel y arrastro una pequeña cómoda frente a la puerta corrediza del balcón, donde corre el aire. Me siento sobre la cama -a un lado de ella, que se ha quedado dormida dándome la espalda- y las ideas comienzan a fluir tan rápido como sus sueños.
De pronto, en el balcón, aparece una pareja de mapaches. No sé por dónde treparon ni de dónde salieron. No hay áreas verdes cerca, sólo árboles que brotan entre el concreto de las banquetas y sus troncos se confunden con los postes de luz. Los mapaches no pudieron alegar ni defenderse, como otros torontonianos. Tuvieron que adaptarse a la ciudad que devoró su hábitat. Posiblemente viven en las alcantarillas, comiendo desperdicios de los contenedores de basura, escondiéndose en los huecos que hay entre edifico y edificio. Me observan. Trato de no hacer ruido y aguanto la respiración: como si mi respiración hiciera mucho ruido. Cada vez se acercan más. Saco del morral una bolsa con almendras y les aviento unas cuantas. Al principio se asustan y corren al rincón por el que aparecieron, pero después de unos minutos se confían –o les gana el hambre- y se acercan para tomar los frutos. Los devoran con rapidez y me observan de nuevo.
Les aviento más almendras, me vuelvo y la despierto diciéndole al oído que tenemos visitas. Ella se incorpora muy rápido, desconcertada. Cuando le señalo el balcón puedo ver cómo sus ojos brillan incrédulos y se humedecen por la emoción. Le alcanzo la bolsa de almendras, toma un puñado y las tira de una en una. Hace un puchero porque algunas rebotan y caen a la calle. Visualizo el cliché de dos viejos alimentando palomas en la banca de un parque. No me importaría vivir esa imagen en treinta y cinco o cuarenta años, siempre y cuando me cambien el parque por un balcón, la banca por una cama y las palomas por unos mapaches. Recuerdo el poema de Mario Benedetti titulado “Ustedes y Nosotros”. Lo busco en Youtube y lo pongo para que lo escuche. Ningún hotel cinco estrellas hubiera podido ofrecernos este espectáculo.
Pero ahora tenemos un dilema: cerrar la puerta del balcón para que no se metan los mapaches ni la brisa fresca de la noche y morir de calor con el abanico de tres aspas en la velocidad más alta, o dejar la puerta abierta para que corra el aire, refresque la habitación, se metan los mapaches, nos muerdan y muramos infectados de rabia. Creo que la segunda sería una muerte más romántica.
Ya pasan de las dos de la tarde y hace tanto calor como en Monterrey. Dejamos las maletas en el cuarto, metemos la bolsa de las compras –con el número de la habitación escrito en una etiqueta adhesiva- en el refrigerador de la cocina compartida, nos mojamos los rostros y el cuello en el lavabo del baño –también compartido-, salimos del edificio y caminamos entre indigentes que hablan solos, coches antiguos estacionados, parejas con brazos tatuados desde el hombro hasta los nudillos y gente de todas las nacionalidades montando sus bicicletas.
Caminamos calle abajo buscando dónde comer. Hay tiendas de ropa de segunda mano, artesanías, establecimientos de comida vegetariana, pescaderías, antigüedades, bares con jazz en vivo, paredes con grafitis y parafernalia para consumidores de mariguana. Nos decidimos a entrar en un lugar de comida tailandesa. Tomamos asiento en el patio, bajo la sombra de un árbol de cuyas ramas cuelgan estrellas de latón de muchos colores. Nos atiende de manera muy amable un hombre con un lunar rojo que le cubre la mitad del rostro. Ordenamos un par de cervezas y el especial del día: noodles con muchos vegetales y muchos condimentos.
Pagamos la cuenta y caminamos calle arriba, comentando cómo sería la vida con un lunar rojo cubriéndonos la mitad del rostro. Echamos vistazos en todas las vitrinas de las tiendas y entramos en algunas para ver qué venden. En muchas de ellas tienen fotos de Rob Ford, el alcalde de Toronto, pegadas en la pared. Le han puesto cuernos de diablo, ojos rojos o globos con diálogos que lo hacen ver tan estúpido como parece ser cada vez que sale en televisión. Casi nadie quiere al alcalde. Al menos en este barrio. Es un hombre que tiene fama de conservador, alcohólico, cocainómano, ignorante y xenófobo. Quiso cerrar bibliotecas públicas, recortar el presupuesto destinado a guarderías y se dice que odia al peatón, al ciclista y al transporte público. Alguna vez propuso quitar banquetas para tener más carriles para coches, pues quería traer como inversión agencias de automóviles. Hay una ilustración pegada en el fondo del local. El alcalde está representado como Godzilla: pisa transeúntes y ciclistas, carga una ristra de vagones del metro en una mano y entre los dientes trae un tranvía. Se acerca la chica que atiende la caja y me dice: “No lo permitiremos, pero tememos que algún día el dibujo se convierta en realidad. Quieren robarnos nuestros espacios para –según ellos- modernizarnos, que no es otra cosa que crearnos la necesidad de tener un coche, algo que nunca hemos necesitado”. Asiento y hago una mueca en señal de solidaridad. Le compro un libro que se llama “I shall destroy all the civilized planets” y otro de Banksy. Salimos del lugar. Los canadienses luchando por que no les quiten sus espacios y los mexicanos luchando por tenerlos. No sé qué sea más triste. El título del primer libro se me queda retumbando en la cabeza el resto de la tarde.
Ya son las ocho de la noche pero aún no oscurece. Volvemos al cuarto. Llevamos despiertos desde las tres de la madrugada del día anterior. Curiosamente yo no me siento cansado, por lo que aprovecho para leer notas y pensar en algunas ideas para las caricaturas que tengo que mandar al periódico, aunque todavía me deban dinero. Renunciar no es un lujo que pueda darme. Enciendo el ventilador de tres aspas, saco las plumas y plumones del morral que últimamente cargo, corto algunas hojas de papel y arrastro una pequeña cómoda frente a la puerta corrediza del balcón, donde corre el aire. Me siento sobre la cama -a un lado de ella, que se ha quedado dormida dándome la espalda- y las ideas comienzan a fluir tan rápido como sus sueños.
De pronto, en el balcón, aparece una pareja de mapaches. No sé por dónde treparon ni de dónde salieron. No hay áreas verdes cerca, sólo árboles que brotan entre el concreto de las banquetas y sus troncos se confunden con los postes de luz. Los mapaches no pudieron alegar ni defenderse, como otros torontonianos. Tuvieron que adaptarse a la ciudad que devoró su hábitat. Posiblemente viven en las alcantarillas, comiendo desperdicios de los contenedores de basura, escondiéndose en los huecos que hay entre edifico y edificio. Me observan. Trato de no hacer ruido y aguanto la respiración: como si mi respiración hiciera mucho ruido. Cada vez se acercan más. Saco del morral una bolsa con almendras y les aviento unas cuantas. Al principio se asustan y corren al rincón por el que aparecieron, pero después de unos minutos se confían –o les gana el hambre- y se acercan para tomar los frutos. Los devoran con rapidez y me observan de nuevo.
Les aviento más almendras, me vuelvo y la despierto diciéndole al oído que tenemos visitas. Ella se incorpora muy rápido, desconcertada. Cuando le señalo el balcón puedo ver cómo sus ojos brillan incrédulos y se humedecen por la emoción. Le alcanzo la bolsa de almendras, toma un puñado y las tira de una en una. Hace un puchero porque algunas rebotan y caen a la calle. Visualizo el cliché de dos viejos alimentando palomas en la banca de un parque. No me importaría vivir esa imagen en treinta y cinco o cuarenta años, siempre y cuando me cambien el parque por un balcón, la banca por una cama y las palomas por unos mapaches. Recuerdo el poema de Mario Benedetti titulado “Ustedes y Nosotros”. Lo busco en Youtube y lo pongo para que lo escuche. Ningún hotel cinco estrellas hubiera podido ofrecernos este espectáculo.
Pero ahora tenemos un dilema: cerrar la puerta del balcón para que no se metan los mapaches ni la brisa fresca de la noche y morir de calor con el abanico de tres aspas en la velocidad más alta, o dejar la puerta abierta para que corra el aire, refresque la habitación, se metan los mapaches, nos muerdan y muramos infectados de rabia. Creo que la segunda sería una muerte más romántica.
Guffo amigo gusto estar aquí de nuevo, gracias por los mapaches y el poema, te deseo lo mejor lo sabes...
ResponderBorrarNo bueno... que palabras hay que agregarle a esa imagen... Que chingón...
ResponderBorrarQuien fuera tú, Guffo.
Chida foto Camarada, y mas chido que ella este contigo.
ResponderBorrarme gustaria ver lo que harian todos los que tienen esa forma " bohemia " de pensar si se ganaran la loteria........ ya los veria en sus carrazos y sus residencias carisimas y sus lujos mundanos..... juar juar
ResponderBorrarQue envidia Guffo, por la visita de los mapaches y la de tu mujer!, No a cualquiera le pasa eso!. Que estes bien!.
ResponderBorrarCreo que tu vida entera esta llena de dilemas... :P
ResponderBorrarMmmmm... No deja de parecerme enigmático el título del libro contrastado con los temas que abordas en tu blog...
ResponderBorrarSaludos :D