Yo observo por encima del hombro el
pequeño río que cruza por debajo de las vigas metálicas del puente. Corre con
calma entre dos avenidas principales de la ciudad. Los arbustos que lo bordean ondulan
con el viento y los coches circulan en la misma dirección que lleva el agua.
Nadie más mira hacia afuera. Están
más preocupados buscando una explicación.
La respuesta les llega a medias.
Proviene de las bocinas del vagón: una voz pide disculpas por “los
inconvenientes”, pero no especifica cuál es el problema ni la razón por la que nos
detuvimos. La voz dice que tardarán diez minutos en “arreglarlo”, y se vuelve a
disculpar por la molestia ocasionada.
Apenas se calla la voz de los
altoparlantes y se escucha una carcajada en el otro extremo del coche. Un
hombre de cabello y barba muy largos no para de reír. Viste con harapos y calza
solamente un zapato roto. Se desprende de un salto del asiento y camina como si
cojeara por el centro del vagón. Va carcajeándose y señalando a cada pasajero
con su mano mugrienta.
Las personas se echan hacia atrás
con repulsión. Algunos no pueden disimular el horror en sus rostros y prefieren
fingir que miran hacia otro lado. El hombre se acerca cada vez más a mí.
Ya ha señalado y se ha reído de
la mujer rubia de lentes de pasta gruesa, del hombre calvo con rasgos de medio
oriente que carga bolsas de comida y del hombre de saco y corbata que parece un
ejecutivo.
Me giro hacia el otro lado y observo
el riachuelo. La pestilencia del hombre me llega de un golpe. De pronto, todo
es silencio. Siento un escalofrío en el estómago, como si una bolsa de agua fría se
me hubiera roto adentro. Vuelvo la mirada al interior del vagón y la poso en el
rostro del vagabundo, esperando su carcajada. Pero ni siquiera me está viendo.
Tampoco me apunta con el dedo como lo hizo con los demás. Ve a través de la
ventana. A lo lejos. Hacia donde se pierde el río. Su rostro se transforma. No
es el rostro del demente que mostraba los dientes amarillos y podridos mientras
se burlaba de los pasajeros.
El hombre sacude la cabeza, como
si acabara de salir de un trance hipnótico. Su olor a orines no deja de
martillarme la nariz. En eso, baja la mirada, me ve a los ojos, me señala con
el dedo y me hace un guiño. La cara se le transforma de nuevo en la de un loco,
se da la media vuelta y, entonces, rompe en carcajadas.
Se siente un tirón. El tren
avanza. El hombre se sostiene de un tubo que va del piso al techo. No para de
reír. Los pasajeros vuelven a sus lecturas, quienes escuchan música miran las
pantallas de sus reproductores y otros se ponen de pie y se acercan a la salida.
Yo observo el riachuelo, que se va quedando atrás y desaparece cuando entramos
en un túnel y llegamos a la siguiente estación.
Las puertas se abren. El indigente
ríe con más fuerza. Señala a todos los presentes -ahora con ambas manos- y sale
del vagón. Se para del otro lado de la ventana que tengo enfrente, en silencio.
Me observa otra vez con esa cara de cordura. Me señala con el índice, sube la
mano despacio y se pone el dedo en la boca, como si quisiera que le guardara un
secreto. Su secreto. El tren avanza y el hombre se pierde a los lejos, como se
perdió el riachuelo.
Damn weird!
ResponderBorrarlos aztecas veian a la locura como divinidad.........
ResponderBorrarQue no era el simpatías? Saludos viejo.
ResponderBorrarchingon, simplemente:
ResponderBorrarmejor imposible!!
saludos!!!!
creo que si le entendi..... saludos compadre.
ResponderBorrarQue anecdota tan rara, pero extraordinaria. Acaso perciben los 'dementes' algo que no vemos la gente 'normal'?.. No dejes de escribir nunca. Un abrazo desde el calurosisimo Mexicali...
ResponderBorrarcinco a uno a que el guffo termina viviendo un romance idilico con la mama frateli y asi y solo asi se le va a quitar esa pinche neurosis que trae.......
ResponderBorrarquien me apuesta ????
va a terminar en una cabaña canadiense con la mama frateli dandole cariñitos y el guffo feliz de la vida pintandola desnuda rodeada de aguacates.......
Bienvenido a Toronto con sus personajes de ficcion que son mas reales que lo ficticio y acartonado de lo cotidiano
ResponderBorrarUn cuento corto de Galeano.
ResponderBorrarhttp://eduardogaleano.org/2011/11/01/ellos-venian-desde-lejos/