Milagros Devaluados

Me di cuenta que la ciudad y sus reglas me están tragando sin masticarme cuando miré correr una ardilla por un lado de la carretera. Me emocioné estúpidamente y hasta disminuí la velocidad y la señalé con el dedo para que mi acompañante pudiera también verla dar pequeños saltos entre las rocas y la maleza. "¿La viste?... ¡Mira, ahí va!" -y apunté otra vez hacia donde corría el animalito.


Pensé que tenía años de no ver una ardilla, de no observar otro ser vivo que no fuera un perro callejero, un gato descuartizado sobre el pavimento, un montón de ratas royendo las bolsas de basura del vecino o alguno de mis semejantes de dos patas. Pero de mis semejantes mejor ni hablar, pues cada vez se parecen más a los robots y se vuelven más inhumanos; por eso ellos no cuentan como seres vivos.


No están vivos: están marchitos. No hay nada de milagro en eso. Hay más magia en un pequeño roedor que en el resto de la humanidad. Muy pocos siguen conservando el truco. Muy pocos.

Siento una ligera brisa que acompaña a la compasión –casi lástima- que siento por mí mismo al emocionarme por cosas tan comunes y absurdas como lo es una ardilla. Siento pena porque el asombro ante las cosas que provee gratuitamente la naturaleza equivale a que: o tienes una gran admiración por cualquier forma de vida por más insignificante que esta parezca, o ese asombro es sinónimo de que uno también se está convirtiendo en un autómata insensible.

Mi cuidad, su ritmo, sus costumbres, manías, mañas y corruptelas tienen capacidad de sobra para machacar espíritus por montones y hacer que hasta el más optimista pierda todas las esperanzas. Este no es un lugar para quijotes, definitivamente. El lugar para los quijotes está en los escritorios, libreros y repisas de los pinches abogados transas o en las oficinas de algún funcionario público.

Sin darme cuenta me estoy acostumbrando a todo ese veneno que sale de la boca de la gente y de los mofles apestosos de sus vehículos; y el pequeño roedor escabulléndose entre los arbustos me abrió los ojos ante esa triste realidad.


De buenas, durante todo el viaje –para donde uno volteara- hubo este tipo de milagros devaluados que funcionan muy bien como antídoto. La montaña a unos cuantos pasos libre de fraccionadores, las pocas y estrechas calles que atraviezan la plaza transitadas por gente en bicicleta, el agua viajando y filtrándose desde lo alto de la cordillera hasta la acequia frente a la cabaña donde dormimos la segunda noche; el sabor a piedra fría del líquido, los alcatraces amurallando la orilla del río, los elotes y nopales recién cortados y puestos sobre la parrilla abrazada por la leña del mezquite…

Y el telón negro con lentejuelas plateadas y luciérnagas del cielo cayendo sobre el silencio absoluto.