pasajero de nube pasajera...

Cuando uno crece se da cuenta que las nubes son más falsas que una pelea de box de Jorge Kawaghi. Uno prefiere petrificar la idea de que, verdaderamente, las nubes son de algodón y uno se va a vivir a una de ellas cuando se muere. Pero no, las nubes se disipan (¿en serio?); ni siquiera como la arena entre los dedos de la mano o como se pierde el cabello entre los pliegues de una caricia. Tocar una nube sólo es posible cuando se fragmentan en gotas o dormimos soñando; o soñamos despiertos mientras las miramos pasar. Las nubes no pierden el tiempo y vienen a lo que vienen: a hacer formas de ovejas, a llover, a tapar el sol, a saludarnos por la ventanilla del avión, a reírse de las cosquillas que les hacen los pájaros y a rascarse en los picos de las montañas. En esos días en que uno se levanta con miedos incomprensibles (no sé si les haya sucedido), mirar las nubes relaja, porque uno se refleja en todo ese universo pachoncito. Recapacita, se da cuenta que la cagó, acepta sus errores, sus contradicciones como humano en proceso de aprendizaje y de iluminación. Si las personas tuvieran tiempo de contemplar las nubes y darles vacaciones a sus ojos en esa blancura con pinceladas celestes, lilas y rosas; muy probablemente les caería el veinte de que la vida es así de efímera como para malgastarla en guerras, ambiciones desmedidas, pleitos irreconciliables, rencores, trabajos asfixiantes, miedos o frustraciones. Es aterrador, lo sé, saber que así es la vida; pero así es la vida. Somos aquella nube que se ve allá a lo lejos, cambiando de forma, lloviendo; algunas veces echando rayos y, muchas otras, recuperando la blancura... hasta disiparnos.