Frente a la antigua Florería Lucy –única florería que abre las 24 horas- hay un viejo panteón que ha quedado en el olvido hasta de los que tienen seres queridos ahí enterrados. Por encima de la barda del camposanto vuelan las ramas de unos nísperos cargados de frutas color anaranjado. De morro me daba miedo subirme a la barda para arrancar los frutos pues pensaba que vería algún fantasma paseándose entre las tumbas o que un muerto viviente con la cara toda despellejada estaba al acecho del otro lado del muro esperando a que trepara para jalarme los pies y llevarme a ultratumba. “Tenle miedo a los vivos, no a los muertos”, decía mi padre con mucha razón sabiendo lo que me esperaba cuando me convirtiera en adulto y el mundo perdiera su toque fantástico y bonachón.
En aquella época de fantasmas y miedos infantiles, las semillas del níspero eran las gemas más preciosas que pudieran existir. No sé si alguna vez han visto una: son brillantes, de color café oro y resplandecen más bonito que el sol de primavera. Es en serio lo que les digo: la semilla del níspero destella mejor que cualquier joya. Aunque he de confesar que no he visto muchas joyas a mis 30 años, salvo las Joyas de sabores: refrescos típicos de mi tierra que venden en cualquier tiendita de abarrotes. Oxxos y Seven Elevens ahora.
Esa noche estacioné el coche junto a la florería y crucé la calle para robar un par de frutos que siguen dándose a pesar de lo transitada y sucia que se ha puesto esta ciudad; a pesar también del abandono en que ha caído el panteón. Al estar frente al desgastado muro sentí aquel frío en la sangre que me daba de niño al pasar por ahí, pero se fue de inmediato cuando arranqué la fruta. La mordí y su jugo se liberó y escurrió desesperado por mi barbilla y cuello. Me limpié con la parte baja de la camiseta, dejando al descubierto mi panza, como lo hacía siempre de niño y causaba el encabronamiento de mi mamacita porque siempre llegaba con las playeras manchadas. Miré el hueso de la fruta: limpio, impecable. Recordé cuando los guardaba junto con trozos de vidrio viejo, de ese vidrio que con el tiempo ya tiene sus filos desafilados, y se los llevaba a mi abuela o a mi madre como regalos; como joyas. Estoy conciente de que nunca en mi vida compraré oro o diamantes porque son cosas que no van con mi estilo ni con el de mis agujerados bolsillos.
¿Por qué el hueso del níspero no puede valer tanto? ¿Por qué el valor emocional de las cosas ahora no vale nada? ¿Acaso ya nadie ve la magia de las cosas sencillas y gratuitas?
La ventaja que tiene el níspero sobre cualquier otra joya es que, si uno entierra un anillo de diamantes, es seguro que no crecerá un árbol de diamantes; pero si uno entierra el huesito de un níspero, crecerá un árbol con cientos de frutos que en su interior cargarán esa gema devaluada por la humanidad.
Crucé de nuevo la calle y el frío en la sangre volvió a apoderarse de mí al imaginar que me miraban por encima de la barda del panteón unos fantasmas. Caminé por la mal iluminada banqueta llena de hojas y cabos de flor. Miré las flores y sus colores. El aroma del lugar me rodeo, me poseyó por dentro. Miré hacía el panteón y no había muertos vivientes asomándose por el muro. Sonreí. Una flor y un hueso de níspero: los mejores regalos para enamorar a una mujer que mantenga el corazón de niña y no conozca -ni quiera- oro o diamantes.