Sobre la banqueta del antiguo Palacio Federal, hoy sede del Servicio Postal Mexicano, me topé con un diente de león. Imagino que al abrirse fue como una supernova que nadie notó.
Recupero mi fe en la humanidad pensando que, si ahí sigue, es porque los transeúntes se han percatado de su existencia y le han sacado la vuelta en un acto de compasión, aunque tal vez sólo ha sido suerte que nadie lo haya aplastado.
Su presencia es como la de una isla desierta en la ciudad, un descanso para el alma distraída, un momento para la contemplación antes de seguir en automático.
Supongo que en algún momento del día la pierna de algún peatón -sumergido en el trance de la prisa laboral- le pasará zumbando por un lado, como péndulo, y sus espigas blancas saldrán volando como una bandada de cisnes diminutos, soñando que hubiera sido mejor el soplo de un niño que pide un deseo. Fantasmas que se arrastrarán por el suelo, llevándose la calma, devolviéndole a la gente su ritmo agitado.
Nadie se dará cuenta cuando esto suceda. Como nadie se dio cuenta cuando brotó de la banqueta. Como la última isla desierta de esta ciudad.