Me gustan los bazares. Lo que no me gusta es que el simple hecho de pensar en ellos hace sonar en mi cabeza aquel
éxito ochentero de
Las Flans (y ahora ese éxito ochentero de
Las Flans sonará en la cabeza de todos mis lectores durante el resto del día).
Por
bazar no me refiero a esos enormes mercados persas ordenados de manera gremial que datan del siglo XV (
Wikipedia no te acabes); tampoco a los laberínticos comercios del Cairo o Casablanca donde se venden especias de aromas intensos y telares de colores vibrantes; es más: ni siquiera me refiero a las llamadas "pulgas" o "tianguis" que conocemos aquí en México. Cuando hablo de bazares aludo a ese híbrido que resulta de una venta de
garage y una tienda de antigüedades
. Esos mercaditos caseros o locales improvisados en donde la gente amontona para su venta artículos variados de segunda mano del siglo pasado; esos bazares a los que hoy en día le han agregado la palabra tan de moda:
vintage. Ésos son los que me gustan.
Aunque sé que la etimología de la palabra
bazar nada tiene que ver con
azar, es por cuestiones de azar que he dado con la mayoría de los bazares que conozco: caminando ciudades o pedaleándolas; metiéndome en calles donde te dice que "no hay nada que ver": ahí es donde he encontrado las cosas más extrañas e interesantes (aunque
Capitán Fantástico diga que la palabra "interesante" está prohibida).
Ediciones únicas en pasta dura de
Howl, de Ginsberg; teléfonos en forma de
Garfield, sujetalibros de bronce con forma de ballena, monedas de 1917, billetes de Camboya, cartuchos de
Atari, herraduras, planchas de carbón, camiones
Tonka, espejos con marcos garigoleados, bidones de gasolina descarapelados,
walkie-talkies, abrigos a cuadros con parches en los codos, carteras de lentejuela, matrículas de coches, marcas de cerveza que ya no existen trazadas con luces de neón.
Aunque no padezco una compulsión por las compras, a veces me gusta visitar los bazares sólo para saciar a ese arqueólogo frustrado que llevo dentro; a ese paleontólogo que brota cada que uno esculca rincones con chácharas apiladas. Y a veces sí, confieso que procuro llevarme algún recuerdo tangible de estos lugares, aunque sea muy pequeño, pues es muy probable que en ningún otro lado vaya a encontrar algo similar; o posiblemente sí, pero no en las mismas condiciones ni con la misma historia.
También creo que mucho del placer que genera comprar cosas viejas -o descontinuadas o raras- radica en el hecho de darles un uso distinto. No es lo mismo comprar un florero fabricado en serie para usarlo como florero que comprar ese bidón de gasolina rojo y abollado para convertirlo en florero, y así darle un toque personal a nuestro espacio. Lo digo en serio: comprar cosas de segunda mano desarrolla la creatividad (o al menos nuestras habilidades restaurativas).
Me gustan los bazares porque me imagino en un museo donde puedes traspasar la línea roja que divide a la obra del espectador, te permiten tocar lo que ahí exhiben y, aparte, puedes adquirirlo por un precio -a veces- simbólico. Pero más me gusta que los bazares sean un
collage de distintas épocas: pegotes de recuerdos, mosaicos compuestos de fragmentos en S
uper-8 y
Polaroid; puertas dimensionales a los patios, estancias familiares y estilos de vida de hace 30, 50 ó 70 años.
Aún ando "cazando" la primera novela de David Toscana: Las Bicicletas, la cual -según palabras del mismo autor-, no tiene ejemplar ni él mismo. Por eso espero que bazar cambie su etimología, o, al menos, considere al azar como un complemento de su significado; para así, algún día, encontrar esa novela. Y pues ya de paso, todo lo que ando buscando.