El fin de semana teníamos ventanas y postigos abiertos para que el aire corriera y los rincones de la casa se impregnaran de ese característico aroma que producen las amenazas de lluvia.
Al lado de donde vivo hay una casa dividida en 6 ó 7 cuartos, propiedad de un señor que vive a la vuelta de la calle y los renta exclusivamente a hombres, ya sea por semana o por mes.
Contrario a lo que uno pudiera pensar, los inquilinos nunca me han dado problemas: no ponen corridos ni rolas de José José a todo volumen, no ven los partidos ni de Tigres ni de Rayados, no hacen borracheras ni hablan fuerte ni nada. De repente por las mañanas me llega el olor del chorizo con huevo y el sonido de la grasa chirriando en un sartén; y, algunas noches, el tufo de la mota que alguno de los arrendatarios fuma de vez en cuando; pero fuera de eso, nada que sobrepase los límites del respeto y la civilidad.
Total que el fin de semana estábamos cocinando y leyéndonos algunas cosas que habíamos encontrado en Internet, cuando se escucharon unos gritos al lado:
Total que el fin de semana estábamos cocinando y leyéndonos algunas cosas que habíamos encontrado en Internet, cuando se escucharon unos gritos al lado:
-¡Ya ni chingas, cabrón! Ahí andas todo cagado y todo miado y te sientas en todos los muebles... ¡No la chingues! Tuve que tirar el colchón de tu cama porque lo echaste a perder, hijo de la chingada. ¡Báñate, cabrón cochino! ¡Báaañate! Ni que te cobrara extra por bañarte.
Después se escucharon unos balbuceos. Alguien respondía al regaño, pero era imperceptible lo que decía por las interrupciones de quien gritaba.
-Te me vas a ir de aquí, cabrón. Me vale madres que no me pagues lo que me debes: ¡ya no te aguanto! Pinche cochino... ¡Marrano!... ¡Mira nomás cómo tienes las sillas!...
Después, volvió el silencio; pero con él, la intriga (que se despejó a la mañana siguiente).
Después se escucharon unos balbuceos. Alguien respondía al regaño, pero era imperceptible lo que decía por las interrupciones de quien gritaba.
-Te me vas a ir de aquí, cabrón. Me vale madres que no me pagues lo que me debes: ¡ya no te aguanto! Pinche cochino... ¡Marrano!... ¡Mira nomás cómo tienes las sillas!...
Después, volvió el silencio; pero con él, la intriga (que se despejó a la mañana siguiente).
Resulta que uno de los inquilinos es un hombre de más de 80 años al que su familia llevó a un asilo de ancianos, pero el hombre no quiso quedarse ahí porque no lo dejaban fumar ni salir ni nada. En el periódico que acostumbraba leer todas las mañanas, vio anunciados los cuartos en renta que están al lado de mi casa, y, sabrá cómo, pero el señor se salió del asilo y llegó a rentar uno. Me he topado al susodicho un par de veces caminando por la banqueta, pero nuestro primer encuentro fue por una confusión: llamó a mi puerta pensando que era la suya. Cuando le dije que él vivía en la casa de al lado, me dijo: "Ábreme... ábreme, cabrón, no estés jugando, yo no me llevo", hasta que salió uno de los ocupantes de la casa y se lo llevó.
Don Chente es quien le renta un pequeño cuarto al octogenario. Don Chente lleva viviendo toda su vida en el centro de Monterrey. Heredó dos propiedades: donde vive -en donde también tiene una pequeña tienda de abarrotes- y la de los cuartos en renta. De repente nos topamos y nos saludamos; a veces platicamos porque estaciona su coche detrás del mío y se la pasa arreglándole cosas al motor. El sábado por la mañana estaba metido debajo del cofre de su coche y, al escuchar que abrí la puerta, me saludó y se disculpó por los gritos. Le pregunté que qué había pasado, y me contó lo del octogenario con incontinencia urinaria y fecal.
Ese mismo día le comenté a la Fabi de qué se había tratado la discusión que habíamos escuchado la noche anterior, y de volada me propuso que fuéramos a comprar unos pañales para adulto. Me pareció buena idea y fuimos. A las 7 de la tarde don Chente seguía arreglando su coche. Llegué con la caja de pañales y le dije que se la diera al señor para que acabara con el problema. "A ver si no se ofende", me dijo, preocupado. "Es medio cabrón el viejo... ya me tiene hasta la madre". "Dígale que si se quiere quedar aquí y no irse al asilo, se los tiene que poner", le sugerí, y sonrió. "Y si no quiere, me dice, y le digo a mi vieja que lo convenza de que se los ponga. Ella tiene tacto pa´eso".
El resto del fin de semana estuvo por demás tranquilo: ya no hubo gritos ni olor a mota ni chirridos de grasa en un sartén ni nada.
El lunes tocaron a la puerta de mi casa. Era don Chente con la caja de pañales. "No los quiso el pinche viejo. Me los aventó y se puso a llorar; luego me dijo que no lo corriera y que no le hablara a su familia. ¿Qué hago?". Me quedé callado. "Le dije que iba a venir la muchacha de al lado a ponérselos (o sea, la Fabi), y me rayó la madre".
Y pues aquí seguimos pensando en alguna forma de convencer al anciano para que se ponga los pañales sin que se sienta humillado. Si tienen alguna idea, es bienvenida.
Como dato adicional, le comenté esta anécdota a unos conocidos. Su reacción fue: "¿Pa´qué se meten? Que el viejo y su rentero se hagan garras solos". Neta, ojalá nunca necesiten pañales. Culeros.
Don Chente es quien le renta un pequeño cuarto al octogenario. Don Chente lleva viviendo toda su vida en el centro de Monterrey. Heredó dos propiedades: donde vive -en donde también tiene una pequeña tienda de abarrotes- y la de los cuartos en renta. De repente nos topamos y nos saludamos; a veces platicamos porque estaciona su coche detrás del mío y se la pasa arreglándole cosas al motor. El sábado por la mañana estaba metido debajo del cofre de su coche y, al escuchar que abrí la puerta, me saludó y se disculpó por los gritos. Le pregunté que qué había pasado, y me contó lo del octogenario con incontinencia urinaria y fecal.
Ese mismo día le comenté a la Fabi de qué se había tratado la discusión que habíamos escuchado la noche anterior, y de volada me propuso que fuéramos a comprar unos pañales para adulto. Me pareció buena idea y fuimos. A las 7 de la tarde don Chente seguía arreglando su coche. Llegué con la caja de pañales y le dije que se la diera al señor para que acabara con el problema. "A ver si no se ofende", me dijo, preocupado. "Es medio cabrón el viejo... ya me tiene hasta la madre". "Dígale que si se quiere quedar aquí y no irse al asilo, se los tiene que poner", le sugerí, y sonrió. "Y si no quiere, me dice, y le digo a mi vieja que lo convenza de que se los ponga. Ella tiene tacto pa´eso".
El resto del fin de semana estuvo por demás tranquilo: ya no hubo gritos ni olor a mota ni chirridos de grasa en un sartén ni nada.
El lunes tocaron a la puerta de mi casa. Era don Chente con la caja de pañales. "No los quiso el pinche viejo. Me los aventó y se puso a llorar; luego me dijo que no lo corriera y que no le hablara a su familia. ¿Qué hago?". Me quedé callado. "Le dije que iba a venir la muchacha de al lado a ponérselos (o sea, la Fabi), y me rayó la madre".
Y pues aquí seguimos pensando en alguna forma de convencer al anciano para que se ponga los pañales sin que se sienta humillado. Si tienen alguna idea, es bienvenida.
Como dato adicional, le comenté esta anécdota a unos conocidos. Su reacción fue: "¿Pa´qué se meten? Que el viejo y su rentero se hagan garras solos". Neta, ojalá nunca necesiten pañales. Culeros.