Papá no me cree que cuando se va a trabajar hay gente en el patio.
Estoy de vacaciones y en el barrio al que nos acabamos de mudar no hay mucho que hacer. No hay niñas de mi edad y tampoco han venido a conectar la televisión de paga y el Internet.
Lo único que hago en todo el día es salir al patio a jugar con la tableta o a hojear alguno de los libros que tiene papá en el buró de su cuarto. Cuando la tableta se descarga o el libro me aburre, se me va la tarde mirando el agujero de la barda en donde se esconde una lagartija de colores.
Papá trabaja de noche en una fábrica. Llega hasta la mañana siguiente. Pero no me quedo sola. Me quedo con mi abuela. Aunque es como si me quedara sola, pues mi abuela apenas se mueve y no puede hablar. Pero estoy segura que si pudiera hacerlo, le diría a mi papá -su hijo- lo de la gente del patio.
Ayer en la noche los volví a escuchar. Se ríen. Corren. Gritan. A veces rompen cosas o se suben al árbol. Debe haber un par de niños de mi edad. O más pequeños. Se escuchan sus carcajadas y sus juegos y los regaños de sus padres. Pero apenas sale el sol y se callan. Me asomo por la ventana y es como si no hubiera pasado nada.
Nunca me he atrevido a correr la cortina cuando los escucho. En cuanto oigo sus pisadas, me tapo con las sábanas hasta arriba y cierro los ojos. Una vez me quise asomar por un hueco entre las cortinas, pero escuché una risa tan fuerte que me saqué tremendo susto y volví a esconderme en la cama.
La noche de ayer por fin agarré valor y me atreví a ver hacia el patio. Escuché que algo se había caído. Una tina o algo. Corrí la cortina lo más rápido que pude y encendí la luz de afuera. Y ahí estaba. Inmóvil. Un hombre de la edad de mi papá, más o menos. Estaba parado frente a la ventana de mi cuarto. Me miraba. Lo noté más asustado que yo. Después me sonrió y me saludó agitando la mano y ya no me dio miedo.
Papá sigue sin creerme que cuando se va al trabajo hay gente en el patio. Hoy la policía llegó muy temprano. Casi a la misma hora que llega siempre mi papá. Una mujer me hizo preguntas. Me decía que si me habían tocado, y se señalaba partes del cuerpo: entre las piernas, las pompas, el pecho. Mi abuela sigue temblando y trata de hablar. Las venas del cuello se le saltan muy feo. La misma mujer le hace las mismas preguntas que a mí.
"Fue la gente del patio", le digo a papá, mientras golpea la mesa en donde antes estaba el televisor y la tableta cargándose.
Estoy de vacaciones y en el barrio al que nos acabamos de mudar no hay mucho que hacer. No hay niñas de mi edad y tampoco han venido a conectar la televisión de paga y el Internet.
Lo único que hago en todo el día es salir al patio a jugar con la tableta o a hojear alguno de los libros que tiene papá en el buró de su cuarto. Cuando la tableta se descarga o el libro me aburre, se me va la tarde mirando el agujero de la barda en donde se esconde una lagartija de colores.
Papá trabaja de noche en una fábrica. Llega hasta la mañana siguiente. Pero no me quedo sola. Me quedo con mi abuela. Aunque es como si me quedara sola, pues mi abuela apenas se mueve y no puede hablar. Pero estoy segura que si pudiera hacerlo, le diría a mi papá -su hijo- lo de la gente del patio.
Ayer en la noche los volví a escuchar. Se ríen. Corren. Gritan. A veces rompen cosas o se suben al árbol. Debe haber un par de niños de mi edad. O más pequeños. Se escuchan sus carcajadas y sus juegos y los regaños de sus padres. Pero apenas sale el sol y se callan. Me asomo por la ventana y es como si no hubiera pasado nada.
Nunca me he atrevido a correr la cortina cuando los escucho. En cuanto oigo sus pisadas, me tapo con las sábanas hasta arriba y cierro los ojos. Una vez me quise asomar por un hueco entre las cortinas, pero escuché una risa tan fuerte que me saqué tremendo susto y volví a esconderme en la cama.
La noche de ayer por fin agarré valor y me atreví a ver hacia el patio. Escuché que algo se había caído. Una tina o algo. Corrí la cortina lo más rápido que pude y encendí la luz de afuera. Y ahí estaba. Inmóvil. Un hombre de la edad de mi papá, más o menos. Estaba parado frente a la ventana de mi cuarto. Me miraba. Lo noté más asustado que yo. Después me sonrió y me saludó agitando la mano y ya no me dio miedo.
Papá sigue sin creerme que cuando se va al trabajo hay gente en el patio. Hoy la policía llegó muy temprano. Casi a la misma hora que llega siempre mi papá. Una mujer me hizo preguntas. Me decía que si me habían tocado, y se señalaba partes del cuerpo: entre las piernas, las pompas, el pecho. Mi abuela sigue temblando y trata de hablar. Las venas del cuello se le saltan muy feo. La misma mujer le hace las mismas preguntas que a mí.
"Fue la gente del patio", le digo a papá, mientras golpea la mesa en donde antes estaba el televisor y la tableta cargándose.