Si les gusta echar a volar la imaginación y escribir lo que resulta de este viaje, les recomiendo los concursos que organiza mes con mes el escritor mexicano Alberto Chimal en su página Las Historias. Son concursos que consisten en desarrollar una historia -un relato breve, generalmente- a partir de una imagen "random". La fotografía del último concurso (que presento aquí abajo) me inspiró a reescribir el texto del cine Aracely -que publiqué el viernes pasado-, y ésta fue la mafufada que resultó:
El Le Barón es de los pocos cines porno que sobreviven en la ciudad. Está ubicado en la calle Mondragón, casi esquina con Lugones. Lo rodean edificios de fachadas desgastadas, salas de masajes y puestos de tacos. También algunas leyendas urbanas. La más conocida dice que si no vas acompañado, un hombre vestido de cuero negro y picos de metal se aparece en las butacas del fondo. Pero ninguna leyenda urbana es tan inquietante como la del Acuario Municipal.
De niño lo visité varias veces. La primaria en la que estudiaba organizaba viajes cada mes. Lo que más me gustaba era el tanque de las mantarrayas, pues podíamos acariciarlas y darles de comer unas bolitas cafés que salían de máquinas tragamonedas. También recuerdo una pecera enorme -al fondo- que siempre tenía un letrero anaranjado que decía: “Cerrado por mantenimiento”. El agua de aquel tanque era tan turbia que no podía verse más allá del cristal. Mis compañeros y yo jugábamos a pegar el rostro en el vidrio, imaginando –con el corazón acelerado- que algo horrible saldría de entre la penumbra. El que aguantara más tiempo era el más valiente.
Hasta que un día el Acuario Municipal cerró.
Fue en una posada familiar donde escuché por primera vez “el misterio” del Acuario. Mi tío Roberto estaba sentado frente a la pecera que adornaba la cocina de casa de mis padres, absorto. Cuando me acerqué a la mesa para prepararme un whisky, de la nada, mi tío empezó a hablar:
“Era tan hermoso como aterrador… El agua se aclaraba en las noches. En eso, salían los globos –así los llamaba yo- que cambiaban de color y hacían formaciones geométricas... como un ballet en perfecta sincronía. Y sentías como si estuvieras flotando dentro del tanque. Como hipnotizado… Pero te juro que siempre procuré irme antes de que los globos se pusieran azules, porque entonces empezaban los gritos de las muchachas... y el agua se agitaba como si el tanque fuera una licuadora gigante… como si el vidrio se fuera a romper. Pero me quedaba. Me atrapaban las luces… el ruido… los colores del agua. Después, todo era silencio... pero las imágenes y los alaridos volvían en mis pesadillas”.
De pronto, sin despegar la mirada del tanque, mi tío Roberto enmudeció.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando vino a mi mente aquél juego de infancia: el de ver quién aguantaba más tiempo con la cara pegada al cristal, pues claramente recuerdo haber visto rostros de mujeres diluyéndose entre la negrura del agua; pero siempre pensé que había sido mi imaginación.
“¿Conoces el cine Le Baron?”, dijo mi tío Roberto, clavando sus ojos en los míos.