Recuerdo que hubo noches de arrepentimiento y llanto. Te aterraba pensar qué sería de nosotros si alguno de los dos faltara. Para mí eso era lo de menos. De hecho, te hice prometer que empezarías una vida nueva al día siguiente que yo muriera. “¿Y si muero yo primero?”, preguntaste. “Si tú mueres primero, me muero contigo”, respondí, y te abracé durante toda la noche.
Ahora te das cuenta que nuestra decisión de no tener hijos fue la mejor que pudimos haber tomado, pues el día de aquel pacto suicida llegó antes de lo esperado.
Ni siquiera hay tiempo para comenzar una nueva vida.
Viajamos cinco horas por carretera, bajo un cielo cubierto de cenizas, bordeando la costa de uno de tantos lugares devastados. La aguja del combustible señalaba el color rojo. El coche detuvo su marcha cerca de un cementerio de ballenas y cocoteros partidos por la mitad. Los huesos de los mamíferos -aún con trozos de carne en descomposición- yacían apilados sobre la arena gris de un mar seco. Algunos contenedores de fierro oxidado, con todo tipo de desperdicios dentro, formaban dunas humeantes que desprendían gases tóxicos y hacían ver el horizonte de muchos colores.
La primera vez que hicimos el amor – ¿te acuerdas?: en aquel departamento pequeño que rentaba cerca del Hospital Civil- me preguntaste si te amaría por siempre. Yo, queriendo ser el más romántico del mundo, respondí que te amaría hasta que las olas dejaran de romper. Nunca pensé que aquella metáfora de un “para siempre” llegara a convertirse en realidad.
Ahora que las olas no rompen más, te das cuenta de mi gran mentira, pues sigo amándote.
Caminamos tomados de la mano hasta la inerte y lejana orilla, donde se apreciaba un pequeño bote de motor. Lo empujamos con fuerza para desatascarlo del lodo verde. El corroído bote flotó sobre las quietas y pestilentes aguas. Subimos en él, puse el motor en marcha y a nuestras espaldas se elevó el hongo devastador de una bomba atómica que iluminó por unos segundos el firmamento.
La embarcación dibujaba una estela de espuma café. Cadáveres de peces se mecían a nuestro paso. Quisiera escribir una carta al hijo que nunca tuvimos. Explicarle nuestras razones. Decirle que no fue porque seamos malas personas. Que lo hicimos por su bien. Que lo hicimos para protegerlo. Para que no viera en qué acabó todo. Para que no se diera cuenta de nuestro fracaso al intentar cambiar el mundo y hacerlo un mejor lugar para vivir.
El motor del bote tosió un par de veces hasta que se detuvo. Ni siquiera intenté ponerlo en marcha de nuevo. Estaba agotado y adolorido. Aturdido por la radiación. Resignado ante nuestro destino.
Te miré y limpiaste una lágrima que empezaba a deslizarse por tu mejilla cubierta de hollín.
Te abracé y te besé. Desabotoné tu blusa sin tirantes y acaricié la parte de tu pecho donde alguna vez hubo un seno precioso, extirpado a causa de un cáncer generado por consumir vegetales transgénicos. Sonreíste y te tapaste de nuevo. Hacía mucho que no sonreías.
No muy lejos se escuchó la detonación de otra bomba. Nos tiramos al piso del bote. Nos abrazamos como lo hicimos todas las noches de nuestra vida juntos. El cielo se cubrió de una luz intensa, una luz ardiente. Permanecimos unidos, fundiéndonos, mientras una blancura hermosa y mortal nos envolvía.
Ahora te das cuenta que nuestra decisión de no tener hijos fue la mejor que pudimos haber tomado, pues el día de aquel pacto suicida llegó antes de lo esperado.
Ni siquiera hay tiempo para comenzar una nueva vida.
Viajamos cinco horas por carretera, bajo un cielo cubierto de cenizas, bordeando la costa de uno de tantos lugares devastados. La aguja del combustible señalaba el color rojo. El coche detuvo su marcha cerca de un cementerio de ballenas y cocoteros partidos por la mitad. Los huesos de los mamíferos -aún con trozos de carne en descomposición- yacían apilados sobre la arena gris de un mar seco. Algunos contenedores de fierro oxidado, con todo tipo de desperdicios dentro, formaban dunas humeantes que desprendían gases tóxicos y hacían ver el horizonte de muchos colores.
La primera vez que hicimos el amor – ¿te acuerdas?: en aquel departamento pequeño que rentaba cerca del Hospital Civil- me preguntaste si te amaría por siempre. Yo, queriendo ser el más romántico del mundo, respondí que te amaría hasta que las olas dejaran de romper. Nunca pensé que aquella metáfora de un “para siempre” llegara a convertirse en realidad.
Ahora que las olas no rompen más, te das cuenta de mi gran mentira, pues sigo amándote.
Caminamos tomados de la mano hasta la inerte y lejana orilla, donde se apreciaba un pequeño bote de motor. Lo empujamos con fuerza para desatascarlo del lodo verde. El corroído bote flotó sobre las quietas y pestilentes aguas. Subimos en él, puse el motor en marcha y a nuestras espaldas se elevó el hongo devastador de una bomba atómica que iluminó por unos segundos el firmamento.
La embarcación dibujaba una estela de espuma café. Cadáveres de peces se mecían a nuestro paso. Quisiera escribir una carta al hijo que nunca tuvimos. Explicarle nuestras razones. Decirle que no fue porque seamos malas personas. Que lo hicimos por su bien. Que lo hicimos para protegerlo. Para que no viera en qué acabó todo. Para que no se diera cuenta de nuestro fracaso al intentar cambiar el mundo y hacerlo un mejor lugar para vivir.
El motor del bote tosió un par de veces hasta que se detuvo. Ni siquiera intenté ponerlo en marcha de nuevo. Estaba agotado y adolorido. Aturdido por la radiación. Resignado ante nuestro destino.
Te miré y limpiaste una lágrima que empezaba a deslizarse por tu mejilla cubierta de hollín.
Te abracé y te besé. Desabotoné tu blusa sin tirantes y acaricié la parte de tu pecho donde alguna vez hubo un seno precioso, extirpado a causa de un cáncer generado por consumir vegetales transgénicos. Sonreíste y te tapaste de nuevo. Hacía mucho que no sonreías.
No muy lejos se escuchó la detonación de otra bomba. Nos tiramos al piso del bote. Nos abrazamos como lo hicimos todas las noches de nuestra vida juntos. El cielo se cubrió de una luz intensa, una luz ardiente. Permanecimos unidos, fundiéndonos, mientras una blancura hermosa y mortal nos envolvía.