martes, octubre 25, 2016

Cuarenta

Hasta los 16 años pensé que a los 24 estaría casado y tendría dos hijos. No es que yo así lo quisiera, sino que era lo que leía que todos respondían en los chismógrafos. Pensaba que ésa era la norma, por lo tanto, tenía que seguirla, aunque me causara repulsión o sintiera lo contrario. Hoy cumplí 40, y ni estoy casado ni tengo hijos.

No ahondaré mucho en esta cuestión ni en por qué ese recuerdo del chismógrafo me hizo reflexionar hoy que cumplo años; no porque no quiera ahondar, sino porque estoy fuera del país, casi todo el tiempo ando en carretera y pocas veces estoy conectado; pero no quería dejar de escribir algo hoy, 25 de octubre.

Sólo diré que, si dos cosas he aprendido hasta hoy, son éstas: Sí se aprende en cabeza ajena y la ociosidad no es la madre de todos los vicios. 

Parte de la sabiduría personal es aprender en cabeza ajena. Quien te diga lo contrario es un imbécil. No seas ese imbécil que se rociará de gasolina y se prenderá fuego después de escuchar el testimonio de un quemado que se roció gasolina y se prendió fuego. Aprende en cabeza ajena. Aprende de esos imbéciles que dicen una cosa cuando ya hicieron lo contrario.

La ociosidad no es la madre de todos los vicios, sino de todas las virtudes. El ocio es tiempo libre para dedicárselo a uno mismo. Es tiempo para cosechar virtudes. Para pensar. No quieren que pienses. No quieren que sientas. No quieren que tengas tiempo libre. Tenlo. Trabaja sólo para eso: para tener ocio. Si la ociosidad te lleva a los vicios es porque no eres quien quieres ser ni haces lo que quieres hacer, y estás escapando de ti mismo: no quieres encontrarte ni conocerte.

La vida es un chismógrafo. No lo leas. No lo respondas.

viernes, octubre 21, 2016

De animales encerrados y sentimientos encontrados

De niño visité muchos zoológicos gracias a que mi papá trabajó en el zoo que había en el Parque España de la ciudad de Monterrey, lo que le permitía viajar -y llevarme con él- a varios parques y safaris de diferentes partes del país.

Confieso que siempre he tenido sentimientos encontrados con zoológicos y acuarios. Por un lado me parece que sin estos espacios sería imposible para el humano común sensibilizarse, conocer y admirar muchas especies. Por el otro, me parece cruel sacar a los animales de su hábitat natural -incluso si es "para su estudio y conservación"-; por eso digo que, irónicamente, estos lugares "sensibilizan".
Sigo "disfrutando" de ir a zoológicos y acuarios, aunque siempre entro y salgo de ellos con una bola de sentimientos agridulces. Antes de visitar alguno de estos llamados "santuarios", primero trato de informarme un poco sobre sus políticas, programas de conservación, rescate y rehabilitación de animales maltratados, etc.; aunque por más interesantes y serios que estos programas puedan resultar, no dejo de sentirme un poco triste al ver animales tras un enrejado o vidrio, por más grande que sea su jaula. Sí, lo se: es casi casi tan contradictorio como ir a corridas de toros odiándolas, snif.
Ayer visité el Acuario Nacional de Baltimore. Había leído mucho sobre él y tenía curiosidad de conocerlo. Y sí, me pareció muy bonito y muy interesantes sus programas de conservación, investigación y concientización, sobre todo en una ciudad que hace algunos años estuvo sumergida en una vorágine de crimen, drogas y desempleo (aunque no se ha librado del todo). 
Pero hubo algo que me gustó aún más: guías, guardias, recepcionistas, cajeros y la mayoría de los empleados de este lugar eran hombres y mujeres de arriba de 70 años de edad. Esto me pareció genial. Me dio mucho gusto- tanto como ver a "cerillos" octogenarios en los Sorianas- y se diluyó un poco ese remolino de emociones encontradas. 
Total que en la parte del edificio que emula la selva del Amazonas, un anciano con dos aparatos auditivos se nos acercó, me tocó en el hombro y señaló tembloroso hacia la rama de un árbol. Había un perezoso colgado. Nos explicó que lo tres que vivían ahí los había donado un institución guatemalteca. Luego nos preguntó que de dónde los visitábamos y nos platicó de su último viaje a Costa Rica con su esposa, y de lo mucho que les había gustado ese país. Nos platicó de sus amigables políticas de migración -las cuales desconocía- y del respeto que tienen por el medio ambiente (eso sí lo sabía). Al final, el hombre nos dijo a manera de susurro: "Los Estados Unidos deberían de aprender mucho de ese país". Fue refrescante para mi interior escuchar eso. Al despedirnos, el hombre me extendió la mano temblorosa y le dije: "¿Hillary o Trump?". Hizo una trompetilla con la boca, sacó la lengua como si tuviera un ataque de nauseas y agitó la mano. Reí, y seguimos con el recorrido. 

Hacía mucho que no salía con un buen sabor de boca de uno de estos lugares. Sí, a veces -o casi siempre- me preocupo más por los animales que por los humanos; y tal parece que en el Acuario Nacional de Baltimore se preocupan en serio por ambos.

viernes, octubre 07, 2016

El Chocorrol "ve cosas"

Hace como un año andaba dando en adopción al Chocorrol, un gato que adopté hace algún tiempo. Lo encontré porque a diario se escondía en un montón de escombros que había en el patio de la dependencia de seguridad pública en la que trabajé durante tres años. Cuando le ponía agua y comida, salía por un hueco entre varillas y trozos de block, pero aún era algo desconfiado y escurridizo, por lo que nunca se dejó acariciar. Hasta que una vez escuché las intenciones de un par de policías de jugar al tiro al blanco con el felino bicolor para luego llevárselo a la señora de los tamales, y pues no la pensé dos veces y a la primera muestra de confianza que el animalito tuvo conmigo, lo atrapé y decidí traérmelo a mi casa. 

La razón por la que lo estaba dando en adopción era porque a mí y a La Fabi -más a ella que a mí- nos provocaba unas alergias horribles: flujo nasal, comezón en el paladar, ataque de estornudos, ojos inflamados, rojos y llorosos. Como el gato se la pasaba adentro de la casa la mayor parte del tiempo -sí, fui un mal padre y lo consentí de más-, había pelos por todas partes. Lo irónico es que de niño siempre tuve perros y gatos en casa, pues mi papá era veterinario, pero como que con el tiempo fui perdiendo ese superpoder de tragar, respirar y parpadear pelos felinos sin consecuencias.

Para evitar estos achaques, decidí tener al Chocorrol afuera de la casa, en el patio y en la terraza, pero llegaba un momento del día en que el gato se ponía en una ventana y se la pasaba maúlle y maúlle para que lo dejara entrar, y no paraba de maullar hasta que le abría la ventana. Lo que hice entonces fue reducir los espacios a los que podía accesar; pero las alergias seguían, por  lo que el cruel villano de yo tomó la decisión de darlo en adopción anunciándolo en redes sociales. 

Y pues llegó el día en que decidí cambiarme de casa; de mudarme al centro de la ciudad, y nadie había querido adoptar al pobre Chocorrol, snif. Y pues me lo traje, porque no soy un cruel villano, aunque lo haya parecido. 

Me acuerdo que lo primero que hizo el gato cuando lo saqué de la jaula y lo puse en el patio de la nueva casa, fue dar vueltas todo desubicado, como uno de esos carritos de cuerda; como si tuviera el radar descompuesto. Muy curioso. De pronto se quedó inmóvil, con las patas abiertas y las garras de fuera, como aferrándose al suelo; después vio la barda del fondo, corrió hacia ella, pegó un brincó y desapareció por varios días. Mi papá me había dicho que le pusiera aceite en las patas, quesque para que se entretuviera lamiéndoselas y no se fuera, pero ni tiempo me dio de hacer esa brujería.

Todos los días que estuvo desaparecido le puse agua y comida en el patio, pero ni así volvía. De repente por las noches escuchaba un maullido lejano, de esos maullidos largos y afligidos que van languideciendo, pero nada que regresaba. Hasta después de como dos semanas el Chocorrol volvió. Lo curioso es que no pedía entrar a la casa a maullidos, y ¡qué mejor para nosotros!, pues por fin nos habíamos librado de las alergias. Total que le acondicioné como cubil felino el cuarto de malla metálica donde está el tallador y asunto arreglado. Ahí vivía felizmente sin poner gorro y sin provocarnos inflamaciones de ojos y mocos acuosos.  

Pero había algo que me llamaba la atención y me parecía medio creepy. Por las mañanas, al despertar y dirigirme al baño, veía al gato parado frente a la puerta de tela mosquitera que da del patio a mi recámara. Ahí estaba siempre: inmóvil, sin maullar ni nada; con sus ojos amarillos y redondos clavados en "algo", porque ni siquiera a mí me veía. En las noches era igual: llegaba, abría la puerta metálica para que quedara sólo la mosquitera cerrada, encendía la luz del patio y me sacaba un pedo porque ahí estaba el Chocorrol sentado como estatua, mirando hacia adentro. Total que cuando abría la puerta, el gato, en vez de meterse a la casa, salía de su trance y corría a su refugio debajo del tallador. Entonces yo salía, checaba que tuviera agua y comida, le quitaba el exceso de pelo con la carda, lo acariciaba, etc. Cuando regresaba al cuarto, el Chocorrol se asomaba, salía del enrejado, veía hacia la puerta, se acercaba un poco y se quedaba ahí de nuevo: estático, observando hacia el fondo de la casa.
Cabe aclarar que donde vivo es una de esas casas antiguas que llaman "chorizos", pues son muy alargadas y desde el cuarto de enfrente puede verse hasta el fondo del patio. Y digo que miraba hacia el fondo de la casa porque cada que me le ponía enfrente, en vez de penetrarme con su mirada felina, movía la cabeza hacia un lado, como esquivando mi cuerpo; como asomándose para ver qué había detrás de mí. La primera vez que hizo esto, me dio un escalofrío bien gacho; tan gacho que me hizo voltear hacia atrás instintivamente, hacia el cuarto del fondo; pero obviamente no había nada. Después miré de vuelta al Chocorrol, que  seguía con la mirada clavada en algo. Y así fue durante casi siete meses que mi gato se limitó a observar "algo" y no entrar a la casa. Hasta la semana pasada...

La semana pasada, en la noche, salí a regar el patio y dejé la puerta de tela mosquitera abierta, como casi siempre. Cerré la llave del agua, enrollé la manguera y, cuando me disponía a hacerme de cenar para ya irme a dormir, vi al Chocorrol acostado en uno de los sillones de la sala, como si nada; muy tranquilo él, muy campante: como si fuera el dueño de la situación y del espacio. Luego se bajó del sillón y se fue a sentar en el umbral del cuarto del fondo, el que da a la calle: inmóvil, como siempre. Lo observé por unos minutos hasta que, de pronto, se dio la media vuelta, salió corriendo al patio y de un brinco agilísimo se trepó a la barda y se fue. Y desde ese día no ha vuelto a entrar a la casa. Misterio.