jueves, junio 30, 2016

La gente del patio

Papá no me cree que cuando se va a trabajar hay gente en el patio.

Estoy de vacaciones y en el barrio al que nos acabamos de mudar no hay mucho que hacer. No hay niñas de mi edad y tampoco han venido a conectar la televisión de paga y el Internet.

Lo único que hago en todo el día es salir al patio a jugar con la tableta o a hojear alguno de los libros que tiene papá en el buró de su cuarto. Cuando la tableta se descarga o el libro me aburre, se me va la tarde mirando el agujero de la barda en donde se esconde una lagartija de colores.

Papá trabaja de noche en una fábrica. Llega hasta la mañana siguiente. Pero no me quedo sola. Me quedo con mi abuela. Aunque es como si me quedara sola, pues mi abuela apenas se mueve y no puede hablar. Pero estoy segura que si pudiera hacerlo, le diría a mi papá -su hijo- lo de la gente del patio.

Ayer en la noche los volví a escuchar. Se ríen. Corren. Gritan. A veces rompen cosas o se suben al árbol. Debe haber un par de niños de mi edad. O más pequeños. Se escuchan sus carcajadas y sus juegos y los regaños de sus padres. Pero apenas sale el sol y se callan. Me asomo por la ventana y es como si no hubiera pasado nada.

Nunca me he atrevido a correr la cortina cuando los escucho. En cuanto oigo sus pisadas, me tapo con las sábanas hasta arriba y cierro los ojos. Una vez me quise asomar por un hueco entre las cortinas, pero escuché una risa tan fuerte que me saqué tremendo susto y volví a esconderme en la cama.

La noche de ayer por fin agarré valor y me atreví a ver hacia el patio. Escuché que algo se había caído. Una tina o algo. Corrí la cortina lo más rápido que pude y encendí la luz de afuera. Y ahí estaba. Inmóvil. Un hombre de la edad de mi papá, más o menos. Estaba parado frente a la ventana de mi cuarto. Me miraba. Lo noté más asustado que yo. Después me sonrió y me saludó agitando la mano y ya no me dio miedo.

Papá sigue sin creerme que cuando se va al trabajo hay gente en el patio. Hoy la policía llegó muy temprano. Casi a la misma hora que llega siempre mi papá. Una mujer me hizo preguntas. Me decía que si me habían tocado, y se señalaba partes del cuerpo: entre las piernas, las pompas, el pecho. Mi abuela sigue temblando y trata de hablar. Las venas del cuello se le saltan muy feo. La misma mujer le hace las mismas preguntas que a mí.

"Fue la gente del patio", le digo a papá, mientras golpea la mesa en donde antes estaba el televisor y la tableta cargándose. 

lunes, junio 20, 2016

Eso dicen

Ramiro practica su paciencia una vez más en la cola del banco. La mujer de adelante mete una mano en el enorme bolso que le cuelga del hombro, y, por accidente, tira su monedero. El cambio de distintas denominaciones rebota y rueda entre los pies de los clientes. Un par de identificaciones y una pluma de tinta azul también quedan tendidas sobre el piso, al lado de la base metálica de uno de los postes que delimitan con cinta retráctil el pequeño laberinto en el que deben formarse las personas. Entre Ramiro y el guardia de la puerta, quien se apresura a ayudar, recogen las monedas, las tarjetas y la pluma con tinta azul. Los demás clientes ni se inmutan. Cuando le entregan las últimas monedas a la mujer, ésta sonríe, y a Ramiro se le figura que es idéntica a la que fue su maestra en primero de primaria. "Muchas gracias", dice la anciana con voz quebradiza, mientras deposita todo de vuelta en el bolso de mano y el uniformado regresa a su guardia en la entrada. Ramiro trata de recordar el nombre de aquella maestra. ¿Miss Rosy? ¿Miss Lety? ¿Miss Bety? Algo así. Pero después piensa que si en primaria se veía anciana, 25 años después debería verse aún más, o, posiblemente, estar ya muerta. O tal vez su maestra era una de esas personas que se ven viejas desde muy jóvenes; por lo tanto, se ve igual después de todos estos años. "Pase", dice una de las cajeras y, enseguida, la otra dice lo mismo: "Pase". A la mujer le toca la caja número 3 y a Ramiro, la 4."¿Cómo está, profesora?, buenos días", saluda la cajera. Aunque en ningún momento escucha el nombre, con ese "profesora" está casi seguro que la señora que tiene a un lado cobrando su pensión fue su maestra en Primero A del Colegio Montessori. Ramiro sonríe, saca un fajo de billetes de la bolsa trasera de su pantalón y repite mecánicamente lo que hace cada quincena.

Al salir del banco, Ramiro cruza la calle con rumbo a su coche, estacionado a una cuadra de la institución financiera. Sigue intentando recordar el nombre de su maestra, pero el insistente accionar del claxon de un automóvil en marcha lo arrebata de sus memorias. Cuando el auto pasa justo a sus espaldas, escucha que gritan: "¡Qué onda, pinche Cabe!". Ramiro voltea lo más rápido que puede, pero sólo alcanza a ver una mano que sale del lado del copiloto, ondeando con entusiasmo. En la colonia Garza Nieto, donde vivió la mayor parte de su adolescencia, los de la cuadra así le decían: Cabezón. El Cabe. Cuando se cambió de barrio y fue a una preparatoria privada, Ramiro se aseguró de que nadie se enterara que ése había sido su apodo: por eso nunca mezcló a sus amigos de la prepa con los del barrio. Le gustaba más que lo apodaran Cuellar, y así fue hasta graduarse de la universidad. Devolvió el saludo, dudoso. Hacía años que no escuchaba ese apodo. El copiloto seguía agitando la mano y viendo por el retrovisor. ¿Quién sería? ¿El Pollo? ¿El Tripón? ¿El Cañangas? Así se quedó inmóvil, pensativo, hasta que el coche se perdió en una esquina.

Ramiro dio algunas vueltas por el centro de la ciudad. Cumplió con la mayoría de los encargos del trabajo y, al mediodía, ya con hambre, se metió al Jefes. Pidió una cerveza y la comida del día. La mesera de siempre le comentó que la comida apenas iba a salir, pues había llegado más temprano que de costumbre. Ramiro no tuvo inconveniente en esperar y aprovechó para ir al baño a lavarse las manos y mandar algunos mensajes de texto. Al empujar la puerta del cuarto de baño, sintió que una mano en el hombro lo detenía.

-Tú eres hijo de Ramiro y Chepina, ¿verdad?

-Sí -respondió con un sobresalto, dándose la media vuelta.

-Soy don Beto. Yo te llevaba a ti y a tus hermanos a la secundaria. Era vecino de tus abuelos.

-Ah, cómo no. Don Beto. El de la camioneta amarilla.

-El mismo. ¿Cómo has estado, mijo?

-Muy bien, gracias, señor.

La plática fue breve, aunque cargada de recuerdos. Ramiro le comentó que sus papás estaban bien, que su abuela estaba con salud y que su abuelo había fallecido hacía tres años; a lo que don Beto respondió que sí se había enterado. Por su parte, don Beto le recordó la vez que su hermano vomitó en uno de los asiento y la ocasión en que lo regañó por subirse con los tenis enlodados. También le refrescó su apodo de barrio: El Cabe. Ramiro fingió sonreír. Con un apretón en el hombro, don Beto se despidió y le pidió que le saludara a su familia. Ramiro respondió por inercia que "igualmente".

Ramiro volvió a su mesa. La cerveza ya estaba ahí. Le dio un sorbo apresurado y sacó de su bolsa el teléfono móvil. De pronto, un hombre de complexión robusta, con el cráneo rapado, jaló una silla y se sentó con mucha confianza frente a él. Cruzó los brazos, se echó hacia atrás y sonrió. La mesera llegó con el plato de caldo de res. Le ofreció algo al tipo que acababa de tomar asiento, pero éste hizo un ademán con el brazo y la palma de la mano extendida, diciendo que "estaba bien". Ramiro apenas y pudo pasar el segundo trago de cerveza. Tomó una servilleta, se limpió la boca y preguntó:

-¿Te conozco?

-No -dijo el hombre-. ¿Por qué habrías de conocerme?

-Me conoces, entonces...

-Tampoco. ¿Por qué la pregunta?

-Es que... ha sido un día muy extraño. En menos de dos horas me he topado en todas partes con gente que tenía años de no ver. Por eso pensé que tal vez te conocía o que...

-Bueno: dicen que cuando vas a morir ves pasar tu vida frente a tus ojos.

El hombre se echó hacia adelante como una catapulta, sacó una pistola automática y disparó.

lunes, junio 06, 2016

Mejores personas

Hace un par de semanas estuvieron compartiendo esta ridiculez en redes sociales, y, por desgracia -o fortuna, ya ni sé-, me llegó:
Y digo "me llegó" porque me llegó a Twitter, no porque me haya llegado al corazón. ¿Que por qué me pareció una ridiculez? Pues nada más lean y analicen la sarta de idioteces y ejemplos mongoloides que intenta transmitirnos -de la manera más condescendiente- su autor; empezando por eso de que hay que tener hijos para ser mejores personas. Y pregúntome yo: ¿qué grado de repugnancia por uno mismo debe tener un ser humano para cree que no puede ser mejor persona si no tiene un hijo? Es lo mismo que esos idiotas que creen que casándose "sentarán cabeza". Pero bueno, cada quien.
Lo curioso es que la gente no ha dejado de reproducirse: siguen teniendo esos hijos maravillosos que los convierten -según ellos- en individuos extraordinarios, pero, contrario a lo que asegura el texto, todo pareciera indicar que el mundo se va en picada día con día. Sí: el mundo está lleno de los hijos de los hijos de los hijos de los hijos -y así hasta el infinito- y como que no se ve muy bien reflejado que las personas que lo habitan, mejoren.
Pero bueno, qué voy a saber yo si ni hijos tengo, por lo tanto, no puedo ser mejor persona ni dejar el refresco por semanas ni separar la basura ni comprar ropa de outlet en vez de pantalones Calvin Klein ni preocuparme por mi salud ni por sembrar plantas en el patio ni todas esas cosas que uno como persona no puede ni podrá hacer si no tiene hijos, snif.