miércoles, diciembre 26, 2012

1500

Si suman 78 más 215 más 168 más 150 más otros 215 más 221 más 212 más 160 más 81, da como resultado 1500. Cada una de las nueve cifras que suman el millar y medio es el número de entradas por año que publiqué en este blog. He publicado mil quinientas entradas en poco más de ocho años. Me llama la atención que el año más "productivo" que tuve fue el 2009 -con 221 posts- y el menos, fue el 2012, con apenas 81. Me parece curioso, pues pensé que este año andaría más inspirado y subiría más cosas a esta humilde bitácora; ya saben,  por los cambios que hice en mi vida y esas ondas, pero no fue así. Supongo que la inspiración nos suelta la mano cuando alcanzamos cierta tranquilidad al encontrar la mayoría de las cosas que buscamos, y que tenemos que volver al caos y a la incertidumbre para que regresen las musas a rescatarnos. En fin. Sólo quería agradecerles por los primeros 1500 posts de este blog. Un abrazo y mil quinientas gracias.

viernes, diciembre 21, 2012

Jorge paseó la mirada por todos los rincones del departamento. Caminó hasta la ventana de la sala y cerró la persiana con un rápido movimiento de manos. Temeroso, tomó la jarra de agua vacía por el asa y se dirigió con cautela hacia su recámara. Abrió el clóset de un tirón con el recipiente de vidrio por encima de la cabeza, pero no había nadie. Se asomó debajo de la cama y dentro del baño y la regadera. Comprobó que se encontraba solo, pero la sensación de estar siendo observado no lo abandonó. Volvió a la cocina, puso la vasija sobre la mesa, tomo un cucharón del cajón del gabinete y se acercó al sobre. Se agachó y lo palmeó con sospecha con el mango del utensilio, para darse una idea de lo que pudiera contener. Lo volteó como si fuera un hotcake y se percató de que no tenía remitente. Pasaron unos segundos hasta que se armó de valor y tomó el paquete con las manos todavía temblorosas, echando vistazos esporádicos alrededor del apartamento. Se puso de pie, abrió la puerta y volteó hacia ambos lados del corredor del edificio, pero no vio a nadie. Creyó escuchar pasos bajando por las escaleras, pero al asomarse por encima del barandal cayó en cuenta que sólo había sido su imaginación.

Jorge se relajó al pensar que la señora Borja de Zulueta había deslizado el paquete por debajo de la puerta, pero, al abrirlo, su conjetura se vino abajo. Del interior del sobre saco un pequeño montón de fotografías tomadas, al parecer, desde un edificio cercano a la plaza Metropolitana. Imágenes de cinco meses atrás, cuando la señora Borja lo había ido a visitar a la oficina que había heredado de su abuelo, en busca de consuelo, mientras su esposo convalecía en el hospital a causa del derrame cerebral.

Jorge no pudo dormir en toda la noche. Una angustia horrible le arañaba dentro del pecho, hasta que el cansancio terminó por cerrarle los ojos casi al amanecer. El timbre del teléfono de su habitación sonó un par de horas después.

– ¿Diga?... –contestó aclarando la garganta.

–Jorge, soy yo, tu vecina. Disculpa la hora, pero mi marido se fue antes de lo normal.

–No, no se preocupe, señora Borja…

– ¿Tienes algo de lo que te pedí, hijo?

–Sí, señora, aquí lo tengo.

–Voy para allá.

Jorge se desprendió de la cama de un salto, se enfundó una playera azul y se dejó puesto el pantalón corto de la piyama. La luz que se filtraba bajo el umbral de la entrada se oscureció cuando la señora Borja golpeó tres veces la puerta. Jorge abrió y la hizo pasar con un ademán amable mientras con la otra mano se aplacaba el cabello.

Le ofreció tomar asiento y algo de beber. Ella agradeció diciendo que acababa de tomarse dos tazas de café y un jugo de toronja, y permaneció de pie. Jorge colocó su computadora portátil sobre la mesa de la cocina y le mostró una serie de fotografías en la pantalla. La señora Borja se mantuvo inmóvil, en silencio, mientras las imágenes desfilaban ante sus ojos. Colocó ambas mano sobre su boca cuando la pantalla se oscureció después de la última fotografía.

–Lo siento mucho, señora Borja…

La mujer acarició la mejilla de Jorge. Sus ojos destellaron por el llanto reprimido, a punto de desbordarse.

–No te preocupes, hijo.

Jorge pensó que no era buen momento para mencionar lo del sobre sin remitente que había recibido la noche anterior, pero no pudo quedárselo callado.

–Señora Borja: anoche me dejaron esto: –dijo, extendiéndole el paquete.

Ella lo abrió, tomó el montón de fotografías del interior y las barajó con rabia ascendente.

–Mi marido estaba en coma… ¡Se iba a morir! -profirió, arrugando las fotos.

Jorge bajó la mirada. La señora de Zulueta dejó caer el montón de imágenes y rompió en llanto.

–Mi marido iba a morirse, Jorge, ¿tú sí lo comprendes, verdad que sí, hijo?

–Sí, señora… lo entiendo.

La mujer se echó hacia adelante y dejó que los brazos de él la envolvieran. Permanecieron en silencio por un rato. Ella sollozaba apoyando el rostro en su hombro huesudo.

–Si mi marido se entera de esto, podré explicárselo. Podré justificarlo. Son muchos años los que llevamos de matrimonio y muchas cosas las que le he aguantado. Pero me preocupa meterte a ti en un lío, muchacho.

–Creo que los dos estamos metidos en un lío, señora –respondió.

La señora Borja se desprendió del abrazo y, con el rostro manchado por el maquillaje corrido, le sonrió. Dio media vuelta y salió del apartamento limpiándose la cara con un pañuelo que sacó del bolso, dejando en el aire una estela de perfume dulzón. Jorge cerró la puerta y volvió a su cuarto. Durmió hasta el medio día a pesar de que la angustia de sentirse observado no lo abandonaba.

En punto de las dos de la tarde, Jorge salió del apartamento y se topó con el señor Zulueta Inzugaray en el pasillo del segundo piso del edificio. Lo saludó con un “buenas tardes” que no obtuvo respuesta. Las piernas le flaquearon al suponer que el hombre ya estaba enterado de lo que había sucedido entre él y su esposa, pero trató de no pensar en eso en todo el día. Era demasiada la carga emocional que había acumulado en tan poco tiempo.

Apenas llegó al despacho, devoró el sándwich de atún que había preparado antes de salir del departamento. Después, encendió su computadora portátil para pasar a un USB las fotos del señor Zulueta y su acompañante. Abrió el archivo con las fotografías y dio una minuciosa repasada a cada una. Sentía curiosidad por el aspecto y la edad de la mujer con la que se veía a escondidas. Comparada con ella, la señora Borja no era una jovenzuela, pero mantenía un halo de frescura al actuar y una belleza física que pocas mujeres conservan a su edad. Jorge agrandaba cada una de las imágenes y las observaba a detalle. Lo que más le sorprendió no fue lo joven y atractiva que era la muchacha, sino un hombre que se veía al fondo: un sujeto de sombrero tipo fedora y traje negro que aparecía en la mayoría de las fotografías mirando de frente a la cámara.

Jorge puso el pasador a la puerta y atrancó una silla entre la perilla y el suelo. Se acercó a la cámara fotográfica, que seguía sujeta en el tripié, y miró a través de ella en varias direcciones de la plaza Metropolitana, con el corazón palpitándole como si se le fuera a salir del pecho.

lunes, diciembre 17, 2012

Continuación del cuento que escribí el 5 de diciembre.

Había pasado una semana desde que la señora Borja de Zulueta recibió la visita de Begoña, su única hermana. Con el pretexto de tomarse un café y ponerse al tanto de sus vidas, la señora Begoña confesó a su hermana mayor haber visto en más de una ocasión a su esposo –el señor Virgilio Zulueta Inzugaray– bebiendo copas de vino con una hermosa joven en un restaurante al aire libre, frente a la plaza Metropolitana, en pleno centro de la ciudad. La señora Borja conocía la afición de su marido por ocultarle cosas, la de su hermana por los chismes y la de Jorge Monroy por la fotografía. “Tu oficina está casi enfrente de la plaza Metropolitana. Desde tu ventana puede verse Los Candiles, el restaurante que supuestamente frecuenta mi marido con otra mujer casi todos los días. Te pido que estés muy atento entre la una y las tres de la tarde, Jorge. Quiero desmentir o comprobar lo que me dijo mi hermana”. La señora Borja quiso pagarle la encomienda, pero él no aceptó el dinero, a pesar de necesitarlo.

Jorge llegó a su oficina antes de las nueve de la mañana. Un pequeño despacho ubicado al fondo del pasillo en el séptimo piso del edificio Plaza, una de las construcciones más antiguas y representativas de la ciudad. Su oficina había pertenecido antes a su abuelo paterno, el doctor George Monroy Toole, químico farmacobiólogo, autoexiliado francocanadiense, amante de la lectura y aficionado a la astronomía. Así, Jorge había heredado el espacio y todo lo que se encontraba en él al morir su abuelo, seis meses atrás. 

El fallecimiento del doctor Monroy Toole coincidió con el desempleo de Jorge, quien sobrevivía con el dinero que recibió a manera de liquidación en la empresa automotriz donde trabajó durante ocho años. Cuando el dinero comenzó a escasear y no encontró a nadie interesado en rentar el inmueble heredado, comenzó a ir todas las mañanas a limpiar y acomodar las reliquias que su abuelo había ido coleccionado a través de los años, con el propósito de venderlas y tener un lugar donde dormir el día que no pudiera seguir pagando la renta del apartamento. Lo único que Jorge no puso en venta fue la colección de cientos de libros que tapizaban la pared del fondo, un pequeño baúl de madera tallado a mano en donde su abuelo guardaba puntas de flecha y un telescopio rojo, los dos últimos, objetos por los que Jorge sentía especial afecto, pues le recordaban los veranos de su infancia, cuando viajaba con su abuelo y su padre al norte de México, a recolectar pedernales y observar noches estrelladas. 

Jorge encendió el pequeño televisor de la oficina. Volvieron a mencionar su nombre en el noticiero del mediodía. Esta vez el escalofrío que sintió no fue tan intenso. Dijeron que había muerto calcinado junto a otras diez personas dentro de una bodega para cartón. “Entre las víctimas fatales se encuentran: Jorge Monroy…” Esperó atento a que transmitieran la foto de su homónimo, imaginando que sería la suya, pero no sucedió. Tomó el celular del bolsillo de su pantalón y lo miró con sospecha, temiendo que sonara como la primera vez. Pero el aparato permaneció en silencio. Apagó el televisor con el control remoto y dejó el teléfono sobre el escritorio. Se reclinó sobre el sillón de piel desgastada color vino y echó una mirada pausada alrededor de la oficina. Miró la hora en el viejo reloj de pared con forma de un Buda, y recordó el encargo de la señora Borja de Zulueta. Impulsándose con las piernas, Jorge hizo rodar el sillón hasta el ventanal que enmarcaba al fondo la enorme plaza Metropolitana, y observó a través de su cámara fotográfica sujeta a un tripié, a la que había adaptado un lente. 

Los empleados de las oficinas y negocios de los alrededores comenzaron a salir a su hora de comida. La concurrencia de peatones en la plaza Metropolitana aumentó de manera significativa. Desde su oficina del séptimo piso, la explanada parecía un hormiguero alborotado. A pesar de eso, Jorge sabía que no sería difícil detectar al señor Zulueta Inzugaray: hombre rutinario, calvo y de bigote tupido, que caminaba con ayuda de un bastón, consecuencia de un derrame cerebral; a quien ya se había topado en varias ocasiones por ese rumbo, cuando empezó a ir a la oficina de su abuelo. Jorge apuntó la cámara en dirección del restaurante Los Candiles y esperó.

No pasaron ni cinco minutos cuando ubicó al señor Zulueta. Caminaba con su cojera característica, abriéndose paso a través de los cuerpos que iban en dirección contraria. Desde esa lejanía que acortaba el lente, Jorge pudo apreciar la sonrisa que se le dibujó al hombre cuando una mujer de aspecto treinta años menor corrió a su encuentro. Por la manera en que la joven lo abrazo, Jorge concluyó que eran más que amigos. El señor Zulueta Inzugaray y su acompañante se tomaron de la mano y caminaron entre las palomas que aleteaban cerca de la fuente del dios Neptuno, la escultura más distintiva de la ciudad. Para su sorpresa, la pareja no entró al restaurante que acostumbraba. Jorge los vio pasar de largo a través del lente hasta que su visión fue obstruida por las ramas de los enormes álamos y robles que bordeaban la plaza. Tomó tantas fotos como para despejar cualquier duda que tuviera la señora Borja de Zulueta sobre los sospechosos encuentros de su marido.

Al regresar al apartamento, Jorge no quiso encender el televisor. Pensó que de seguro volvería a escuchar su nombre en el noticiero de la noche. En todo el día nadie lo había llamado para cerciorarse de que estuviera bien. Ni siquiera la tía que cuidaba a su madre, que se la pasaba todo el día pegada al televisor. Pero ya no le inquietó que a nadie le hubiera importado su supuesto fallecimiento. Jorge sirvió cubos de hielo en un vaso de plástico grande. Al darse cuenta que la jarra del agua estaba vacía, llenó el vaso directamente del grifo y se lo bebió de un tirón. Un chorro de líquido le escurrió por la barbilla y el pecho. Al bajar la mirada para sacudir los faldones de la camisa, vio algo tirado frente a la puerta. Era un sobre amarillo. 

Continuará...

martes, diciembre 11, 2012

Yo ni quería jugar en la NFL

A diferencia de otros niños, a mí nunca me gustaron los deportes. Es fecha que me caga practicarlos. Incluso no soporto jugarlos en consolas de videojuegos o verlos en la televisión. Obviamente practiqué varios de ellos en mi infancia y parte de la adolescencia –tae kwon do, beisbol, atletismo y hasta, ¡gulp!, gimnasia olímpica, snif-, porque ya saben cómo son los papases, que se ahuevan a que uno haga cosas que “son por nuestro bien” y terminamos haciéndolas aunque no nos gusten. Por eso creo que los peores recuerdos que tengo de mi infancia son ésos de cuando jugué al futbol americano... y los de la gimnasia olímpica; pero esto último por favor olvídenlo y dejen ya de imaginarme en leotardo pegando de brincos. Y pues así es, estimados lectores y lectoras, aunque ustedes no lo crean, fui jugador de futbol americano; por eso de ahora en adelante diríjanse a mí como: Guffo Montana Marino Elway. O simplemente: El Wey. O Guffo Comanechi, en dado caso que les resulte imposible borrar la imagen de un servidor dando piruetas olímpicas en licras ajustadas, snif.
               
Bueno, como les decía: ¡me cagan los deportes! Me parece patética esa filosofía cursi que los rodea; eso de competir para ganar pero a la mera hora nadie pierde porque lo importante es competir y compitiendo ya se es un ganador y que contra quien se debe competir en realidad es contra uno mismo y bla bla bla. Puras mamadas. Volviendo a lo del americano, neta que nunca le encontré la menor gracia a un montón de mocosos tratando de ser más rudos que otros mocosos; dándose con todo cabeza contra cabeza, queriendo mandar de nalgas o hacer llorar a quien se tuviera enfrente. A mí me valía madres. Yo lo que quería era estar en otra parte porque me sentía de lo más estúpido aprendiendo a “defender” a un pendejo para que pudiera correr con un balón al otro lado del campo y así “ganar puntos”. ¡Uy, qué emoción! Nunca me lo tomé en serio, por eso siempre fui bien maleta para todos los deportes y por eso no podía soportar que los demás niños se lo tomaran tan en serio, al grado de encabronarse con uno por no cachar un balón, o llorar por una derrota, o enloquecer con un touchdown. ¿En qué cambiaban las cosas si sucedía una cosa o la otra cosa? En fin...

Ir a los entrenamientos era como un castigo, sobre todo si tenía que ir también los sábados. Las clases particulares son como capacitaciones para irte haciendo a la idea de que toda tu existencia estará tan llena de compromisos que ni siquiera los sábados tendrás tiempo para ti. Si no lo disfrutas, no es más que un vil adoctrinamiento para un futuro esclavizante. Neta que me pesaba un chingo ir al fútbol americano, como no tienen una idea; porque, aparte de tener que acatar órdenes y seguir ciertos reglamentos en casa para no recibir castigos -y hacer lo mismo en el colegio-, tenía que ir por las tardes a tomar una clase al aire libre donde tenía que acatar más órdenes y seguir más reglamentos para no ser castigado, cosa que creo que no es vida para un niño de menos de doce años.

Entrenar fútbol americano no tenía sentido, como tampoco lo tienen un chingo de cosas más importantes en la vida. Nadie de la Asociación de Fútbol Americano de Monterrey –AFAIM, por sus siglas en español- llegaría jamás a la NFL (que supongo que es el sueño de todo jugador o coach de americano). Prueba de ello es que en los más de 30 años que tiene existiendo dicha liga, no han logrado posicionar a un solo jugador o entrenador a nivel internacional. Y sí, yo sé que dirán que ésa no es la intención de tal asociación y que más bien se trata de promover los valores en la sociedad y la convivencia familiar y la salud infantil y bla bla bla. No me importa: yo terminé odiándolos con todo y sus buenas intenciones; odiando todo lo que huela a fútbol americano y a deporte, gggrrrrrr *suelta espuma por la boca*.

Pero lo peor de todo, eran los entrenadores. Por lo general, eran jóvenes estudiantes de preparatoria o facultad que jugaban en los equipos de americano de sus instituciones educativas. Jóvenes que no pasaban de los 21 años y se creían la gran cagada: estrellas de los Vaqueros de Dallas o de los Osos de Chicago. Pendejetes que con tantito poder sentían que tenían el derecho de humillarnos a gritos y apodos a quienes no hiciéramos correctamente los ejercicios o no tuviéramos las mismas habilidades que niños más diestros. Por ejemplo, a mí me tocó el apodo de El Eskeletor, por lo flaco y cabezón que estaba a esa edad. Recuerdo que la segunda temporada -que jugué a regañadientes- me salió una infección en el labio superior y tenía que ponerme una pomada para proteger la herida de la tierra y el sudor. Y fue así que me apodaron El Bigotes de Leche. Un día decidí no untarme la pomada para que no me estuvieran jodiendo, pero me fue peor, pues la irritación del labio fue tanta que me salió una costra café horrible, y entonces me decían:  "¡Límpiate el pinche Quick del hocico!". Snif. 

Los coaches también tenían apodos, pero sólo entre ellos se llamaban por sus apodos. Que no se le ocurriera a alguno de los jugadores -que no fuera la estrella del equipo o el hijo de algún directivo- llamar a un coach por su apodo porque le iba muuuy mal. Recuerdo en particular a tres entrenadores: Wilson, Lupas y La Cotorra. Wilson y Lupas no eran tan mamones. Eran buen pedo y agarraban onda. A Wilson le podías decir Wilson porque así le decía hasta su mamá. Lupas –por lo enormes lentes que usaba- nos pedía que le dijéramos Lupas afuera del entrenamiento, pero durante los entrenamientos era el coach González. Aunque a veces se nos olvidaba y nos regañaba. Pero La Cotorra… ay, pinche Cotorra, cómo te odié hijo de tu puta madre… No olvidó su pinche voz gangosa y odiosa, cagante como él solo. Gritaba como energúmeno a la menor provocación, nos pegaba con el balón en el casco o nos tironeaba de la máscara. Los primeros días, como no me sabía su nombre, se me salió decirle por su apodo: “Oye, Cotorra, ¿puedo ir a tomar agua?”. Uta... No me la acabé. Me jaló del jersey, agarró una piedra y me la azotó en el casco. Los oídos me zumbaron. “¿Cuál Cotorra, cabrón; cuál Cotorra?”, me dijo encabronadísimo. “¡Vas a dar diez vueltas al campo por andar de llevadito, cabrón!” y me dio una patada en el culo para que empezara a correr. A todos los que ponía a dar vueltas de castigo, nos lanzaba balones desde medio campo con tal precisión que vi a muchos irse de boca al no esperar el chingazo. Al terminar las diez vueltas, te agarraba de la barra del casco y te decía con su pinche voz estridente y gangosa: “¡Para que a la otra me vuelvas a decir Cotorra, cabrón! ¡No sea llevadito!”. 

Obviamente nadie hablaba de esto con sus padres. El que rajaba "era un maricón" y le iba peor en el entrenamiento. Así le pasó a un compañero que le decían El Sabritas, por gordo y sonriente. La Cotorra lo hizo llorar-El Sabritas fue a decirle a su papá-El papá se la hizo de pedo a La Cotorra-Éste negó que lo hubiera hecho llorar, alegando mala conducta del Sabritas-el papá del Sabritas le creyó y La Cotorra puso a dar veinte vueltas a la cancha al pobre del Sabritas, con su respectiva dosis de balones desde media cancha pegando justo en la cabeza. Pinche Cotorra, cómo te odié. No se me olvida que presumías ser el corredor estrella de la Facultad de Medicina y que usabas el número 44. No se me olvida cuando fueron a dar un juego de demostración al campo Halcones tú y tus compañeros. Yo, junto con los otros tres o cuatro jugadores a los que apodabas “Los Nalgas del Equipo”, agarramos tu jersey y tus tachones del casillero -sin que nadie se diera cuenta- y los tiramos a la basura. Hiciste el berrinche de tu vida, pinche Cotorra. Golpeaste las puertas metálicas de varios casilleros y después te sentaste en una banca, bajaste la cabeza y se te salieron las lágrimas del coraje. Pero recuerda que lo hicimos para que no anduvieras "de llevadito", juarjuarjuar. Ay, pinche Cotorra, cómo te odié. Pero con esa travesura me liberé.

miércoles, diciembre 05, 2012

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Jorge Monroy al escuchar su nombre en el noticiero de la mañana, pero la sangre se le congeló cuando dijeron que había muerto.

La postura rígida de su cuerpo endureció aún más con el sobresalto que le provocó el repentino timbre del teléfono sobre el buró al lado de su cama. Al mismo tiempo, su móvil comenzó a sonar y vibrar sobre la mesa de la cocina. Jorge miró desconcertado hacia ambos lados de la habitación. Lo primero que le vino a la mente fue que sería algún familiar o amigo quien llamaba para desmentir la noticia; lo segundo, que tampoco podría haber sido su padre el mencionado, pues trabajaba en otro país. Ese par de pensamientos lo tranquilizaron y redujeron el intenso hormigueo que sentía en el pecho. Respiró profundo y estiró el brazo para levantar el auricular antes de que sonara por tercera ocasión.

–Diga...

–Buenos días, Jorge. Habla tu vecina –dijo la señora Borja de Zulueta, esposa del dueño del edificio donde Jorge alquilaba un apartamento desde hacía dos años.

–Buenos días, señora Borja.

–Siempre qué pensaste: ¿me vas a poder hacer el favor?

–Claro que sí, señora –dijo, tratando de concentrarse a pesar del insistente golpeteo que producía el teléfono celular en la cocina–. Si todo sale como espero, hoy por la noche le tengo listo lo que me encargó. 

–Preferiría que nos viéramos mañana temprano –corrigió la mujer bajando el tono de voz–. Te marco cuando mi marido salga de casa.

Jorge aceptó el cambio de planes y se despidió amablemente de la mujer, quien de seguro no había escuchado las noticias. Colgó el auricular y observó el cable del aparato retorcerse como si tuviera vida propia. Intentó correr a la cocina para atender la otra llamada, pero cuando se incorporó, el móvil dejó de sonar y vibrar. Tuvo la esperanza de que alguno de los dos teléfonos volviera a timbrar, pero un silencio profundo inundó el apartamento. Prefirió pensar que nadie había escuchado la nota roja en la televisión mencionando su nombre, pues le pesaba la idea de que a nadie le importara su muerte.

Apagó el televisor manualmente, se montó el estuche de la computadora portátil al hombro, pateó un par de camisas hacia el rincón donde debería estar el cesto de la ropa sucia –que rodó por las escaleras y se rompió el último día que había lavado ropa– y salió del cuarto.

Abrió con prisa el refrigerador, sacó un contenedor de plástico con ensalada de pollo y bebió directamente de una jarra de agua helada hasta vaciarla. Metió la comida en su mochila y tomó el teléfono celular que de tanto vibrar había quedado al borde de la mesa, a punto de caer. La pantalla estaba iluminada. Tenía un mensaje de voz. Tecleó una contraseña –su fecha de nacimiento al revés– y se acercó el aparato al oído. Hubo una larga pausa antes de que pudiera escuchar algo del otro lado de la bocina. “Estás muerto…”, sentenció una voz distinta a todas las que había escuchado antes. Un murmullo mecánico que terminó diluyéndose en el áspero sonido de la interferencia. La sangre se le fue a los pies. 

Las manos comenzaron a temblarle. Limpió la pantalla del teléfono donde habían quedado gotas de sudor. Intentó oprimir el botón que le permitiría escuchar de nuevo el mensaje, pero a causa del nerviosismo oprimió la tecla equivocada, borrándolo accidentalmente. Optó por buscar el registro del número telefónico en el Menú de Llamadas Recibidas, pero aparecía como Sin Número. Por un instante Jorge meditó qué sería más seguro: salir del apartamento o quedarse en él todo el día. 

Continuará...