sábado, abril 29, 2006

regalitos del día del niño

Si eran niños ñoños allá a principios de los ochentas, recordarán que Televisa organizaba un concurso que se llamaba "Juguemos a Cantar", que era como el Festival OTI nomás que de niños. En uno de esos festivales donde participó Lolita Cortéz, Lorenzo Antonio ("la mano izquierda va´delante y la derecha para´trás"), Katy la Niña de las Vocales ("...y así se ríe la A ja ja ja ja, y a sí se ríe la E je je je je...") y el famosísimo Sergio Andrade como compositor, mucho antes de ser manager de la satanizada Gloria Trevi; también particípó un peculiar niño prietito y muy feito, que decía que no tenía papá, snif, y que era muy pobrecito, snif. Recuerdo que tenía una voz como Toñita la de La Academia, pero más grave, y cantaba con un sentimiento más cabrón que el de Pepe el Toro que, ay, mamachita, ponía los ojos llorosos y le hacía un nudo en el gaznate hasta al más machote. Su nombre era Juanito Farías; su canción: "Caballo de Palo. Confieso que esa pinche canción me causaba pesadillas en las noches y que siempre que veía el programa ese donde Juanito Farías cantaba con el alma y lloraba y decía que era huerfanito y que Santa Clos no le traía regalos y todo el público le aplaudía de pie llorando, SNIF, yo tenía que irme a esconder al baño a llorar, bujuuu. El horror fue cuando descalificaron a Juanito Farías del concurso; pasando éste a formar parte de los tan queridos Campeones sin Corona, que siempre son más alabados que los verdaderos ganadores en un país como el nuestro. A continuación, la triste rolita. Voy al baño, snif.



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Y a continuación, la que consideraba a mis 7 añitos como la mejor canción del universo y la mejor película del universo; bueno, mi niño interior lo sigue considerando. Naaaa, pa´qué me hago güey: ¡es la mejor rola y la mejor película del mundo! Yo quería tener el pelo como Atreyu, el morrillo que sale en la película, o de perdido, como el vato que canta en el video; pero mi jefecita nunca me dejó y ahora que puedo hacer lo que quiero, no tengo tanto pelo, snif.

miércoles, abril 26, 2006

miércoles de 2 x 1

Un Chiste Alowey para indigestarlos:

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Y ahora, un escrito mamilas para terminar de una vez con el sufrimiento que implica leer mis jaladas.

Si el cielo tuviera un tope, un techo o un final, es muy probable que yo estuviera volando al ras de ese límite, tratando de abrir un hueco para seguir subiendo más y más arriba. Si el cielo tuviera un final, obviamente estaría pintado a brochazos de un azul muy claro que por las noches se oscurecería asemejando al color del yodo, dejando brillar unas estrellas de cristal cortado que pendieran de hilos. Los planetas y la luna estarían amarrados a mecates colgantes y muy resistentes, como las bolas de las discotecas, o estarían pintados cuidadosamente sobre la superficie de concreto si la atmósfera fuera finita. El sol sería una inmensa mancha de pintura anaranjada fresca, que gotearía rayos de luz muy calientes, en donde calentaría mis quesadillas echas con queso de la luna, jojo. Las nubes serían toneladas de estopa blanca pegada con pegamento blanco sobre el yeso atmosférico con tonos como de betún de pastel. Eso sí: los aviones y los pajarillos tendrían que andar con mucho cuidado si el cielo tuviera un fin. También los cohetes y los astronautas deberían de andar con cautela para no chocar con la bóveda pensando que el cielo es infinito. Tampoco deberían de poner mucho peso sobre los planetas y la luna, con todas esas máquinas y maquinaria que llevan, para así evitar romper los mecates de los que cuelgan. Si el cielo tuviera un final, muy probablemente yo estaría volando al ras de la superficie, así como algunas veces he volado al ras del suelo y he raspado mi barbilla, mi pecho y mis manos. No me importaría sufrir daño alguno tratando de abrir un hueco para subir más pa´rriba y comprobarle a los incrédulos que el cielo es infinito. Lo bueno es que sí lo es, pues lo dicen los libros y los científicos; lo único que no ha cambiado es que las estrellas, las nubes, los planetas, el sol y la luna, siguen siendo de cristal cortado, de estopa blanca, cuelgan de hilos y están pintados con pintura de aceite en un manto infinito.

lunes, abril 24, 2006

lunes miscelaneo

Aquí les va otra de las peores tiras cómicas del universo:

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El exceso de jale en la imprenta, la falta de lana, que no me hayan pagado a tiempo dinero que me deben, lana que presté, varios pagos que se me juntaron, etc. me obligaron a pasar las vacaciones aquí en Monterrey de mis horrores (y apuesto a que el dinero que presté y que me deben, la usaron pa´irse de vacaciones los muy jijos de la chi$%&#). Heme aquí: comiendo sabalitos de sabores y sacando a la guffilla al parque pa´ que cague y asuste a los niños latosos, juajua.

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Bueno, no todo fue trabajo, también hicimos carnillas asadas y fuimos al rancho de un compa a nadar; pero las salchichas que cocinamos estaban muy misteriosas y nada apetecibles. ¡Auch! Como diría un compa: "¿Y esas salchichas se comen por la boca o por el fundillo?"

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jueves, abril 20, 2006

marciano cielo azabache

Nos acostábamos en la bajada de la cochera del Chuy a ver el cielo. La cochera estaba hecha de la llamada piedrita de Reynosa: esa piedrita multicolor y chiquita que, si te quedas mucho tiempo recargado sobre ella, se te hacen un chingo de hoyitos en la piel; como escamas o piel de monstruo. Siempre esperábamos ver un ovni o una estrella fugaz y, cundo veíamos una estrella fugaz, pensábamos que era un ovni. Con todas esas películas de E.T. , Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, Exploradores y de más, añorábamos el día en que una navezota aterrizara en nuestra cuadra y le partiera la madre a los de la cuadra de arriba, que nos había hecho correr de nuestros propios dominios con sus rifles de postas y sus hermanos mayores apedreándonos. Se veían aviones a lo lejos y no queríamos que fueran aviones: queríamos que fueran naves extraterrestres surcando ese grandote telón negro. Al principio, pensábamos que eran extraterrestres cuando veíamos las luces salir del cerro; pero, una vez que escuchábamos las turbinas cortando el aire, la decepción era grande. Veíamos que los planetas y las estrellas cambiaban de color porque así lo decía el libro de ciencias, pero nosotros nos ahuevábamos a creer en que, si cambiaban de color, era porque eran las lucecitas de los ovnis. Vi muchos ovnis en mi infancia cuando nos tirábamos en la entrada de la cochera del Chuy a ver el cielo azabache. La espalda y los brazos nos quedaban marcados hasta el día siguiente por la piedrita de Reynosa. No tengo pruebas. Si me presentaran pruebas de que lo que vi en aquellos tiempos es una farsa, son aviones, son estrellas o satélites o planetas; lo voy a negar. ¡Tengo que seguir creyendo en algo de lo que creía en la niñez, chingada madre…!

miércoles, abril 19, 2006

motivos

RAZONES POR LAS CUALES NO HE TENIDO TANTAS MUJERES COMO BRAD PITT, A PESAR DE SER MUCHO MÁS GUAPO Y MÁS SABIO QUE ÉL:

Ahorré todas las vacaciones para llevar a una morra a cenar a un restaurante bien mamón de comida exótica y tailandesa y mamada y media y, al llegar al restaurante, la cabrona pidió una milanesa empanizada con arrocito y frijolitos charros. ¡Jija de tu pinche madre!!! ¿A poco pensaste que te volvería a hablar después de que me hiciste lavar coches y vender los pocos monos de Star Wars que me quedaban?. Mejor te hubiera llevado a una comida corrida de 35 pesos con todo y soda, culera.

Ya subidos en el coche de mi mamá (un Cougar 85 bien madreado), iba a dejar a otra morra a su casa y, la morra ésta en turno, pues sacó unos chicles de su bolsa: abrió la ventana, se metió los chicles en el hocico y tiró los papeles para afuera. Ah, y no me ofreció la cabrona. Aparte de cochina, mal agradecida.

Después, salí con una chavita bien a todo dar, pero por andar en un Cougar 85 bien madreado de mi mamá, me dejó y se burló de mí. Snif.

Otra morra a la que llevé al Chilis a cenar (para apantallarla, porque yo tenía un amigo que jalaba ahí que le escupía a los platillos de los que se portaban mamones a la hora de pedir, jojojo). Y empecé con mi plática interesante acerca de mamíferos voladores, marsupiales, calentamiento global e inversión térmica; y la pendeja no sabía lo que era un erizo; es más: ni siquiera sabía qué era un erizo de mar (¡háganme el favor!). Después, me enteré que no tenía televisión de paga para ver el Discovery, la pobre. Y después, me enteré que no tenía cerebro.

Otra, fumaba como chimenea

Otra, fumaba de a madre

Otra, nomás fumaba

A otra le dije que los antros me daban hueva y no me volvió a llamar porque no le quise hacer una ID falsa ni quise hacerme pasar como su esposa con el cadenero. Y - aparte- fumaba.

Una morrita me invitó a una boda y, ahí sentados en la mesa con el whisky gratis, le dije que me cagaba bailar. Se fue a bailar con sus primos y yo me fui a agarrar el pedo con mis amigos de la cuadra, que estaban -como siempre- agarrando el pedo en la cuadra. Ah, pero yo lleve una botella de whisky gratis. ¡Ajuuua!!!

Ahí luego les cuento más... sooobres.

martes, abril 18, 2006

soñando a miss luz maría

No me acuerdo si amanecía con la pilinga parada, lo que si me acuerdo es que soñaba mucho a Miss Luz María cuando estaba de vacaciones. No sé si la extrañaba o me gustaba mucho; o las dos cosas. Llevaba 3 semanas sin ir a la escuela y ya me empezaba a aburrir. Aún vivíamos sobre aquella avenida congestionada y peligrosa que hacía inexistentes los juegos de niños de patear la pelota o andar en bicicleta. Mi madre optaba por llevarnos a cualquier lado para ella tampoco volverse loca encerrada en casa durante aquel julio del 84. Y no quiero que me pidan nada porque no traigo dinero, sentenciaba mi madre. Si acaso les compro una nieve, pero nada más. Esas eran nuestras idas al centro comercial: dar la vuelta y ver los aparadores mientras terminábamos nuestro vaso con una bola de nieve de algún sabor. Lo mejor era cuando entrábamos a la juguetería mi hermana y yo para ver qué le pediríamos a Santa Clos, no importaba que apenas estuviéramos en verano. Ir al centro comercial era mejor que quedarse en casa, aunque sólo nos compraran un helado sencillo, pues había aire acondicionado y escaleras eléctricas. Terminándonos los helados –de pistache el mío y de fresa el de mi hermana-, regresábamos a casa en el volkswagen amarillo con las ventanas abajo y un calor de más de 35 grados. Mi madre nos partía melón en cuadritos, nos metía a bañar, nos ponía las pijamas sobre la cama y ya estábamos listos para cuando llegaba mi padre del trabajo a desearnos dulces sueños. Noté a mi hermana muy pensativa; mirando al techo beige del cuarto. Yo, por más calor que hiciera en ese cuarto, no podía dormir destapado: me daba miedo que algún fantasma me jalara las patas en la noche. ¿Qué le vas a pedir a Santa Clos?, le pregunté a mi hermana antes de dormir. Pues no sé. Es que quiero muchos juguetes pero acuérdate que sólo nos puede traer tres cosas a cada quien, me respondió. No seas chillona, le dije, es más, yo nomás le voy a pedir dos juguetes para que a ti te traiga cuatro. Sonrió desde su cama y, a los pocos minutos, nos quedamos dormidos. “Pinche Santa Clos, ¿por qué si él fabrica los juguetes no nos puede traer todos los que le pedimos?”; ese fue mi último pensamiento antes de empezar a soñar que Miss Luz María me daba un beso y me decía que le agarrara una chicha.

domingo, abril 16, 2006

una telaraña y un rifle de postas

Descansábamos en los escalones de doña Pelos, después de la correteada que nos pusieron los de la cuadra de arriba por destruirles su club; el club secreto –no tanto- que tenían en el monte baldío a un lado de la tiendita. Se lo merecían, pues habían robando algunas cosas de la construcción abandonada en donde nosotros teníamos el nuestro. Huimos cuando nos vieron salir del monte donde tenían su escondite. Nos vieron desde una lejana banca del parque, porque salimos atacados de la risa y haciéndoles la señal del dedo medio. Corrieron enfurecidos hacia nosotros, pero mis amigos y yo ya estábamos pedaleando nuestras bicicletas a toda velocidad con rumbo a la cuadra de abajo, a donde no se acercaban los de la cuadra de arriba. Gritaban y amenazaban con sacar rifles de postas, pero sólo nos persiguieron con sus hermanos mayores arrojándonos piedras e insultos a nuestras madres. Ninguna piedra nos dio, la más cercana pegó en una de la llantas de la bici del Chuy. Ya en nuestro barrio, dejamos las bicicletas tiradas en la calle y nosotros nos tiramos bajo la sombra del huisache del patio frontal de la casa de Doña Pelos. Hicimos eso porque vimos que no estaba su coche –el Pelosmovil- y no había manera de que nos corriera a cubetazos de agua con el pretexto de barrer los escalones. Me paré y fui por segunda ocasión a tomar agua de la fuente. Estaba empapado en sudor. Contemplé el enorme huisache. Había una telaraña fantasmal y hermosa de rama a rama. ¡Qué padre está este árbol! Me gusta mucho, dije; y todos echaron a reír. ¿Qué tiene de chido?, es un pi$%&#, árbol, jajaja. Tú estás loco, me respondieron. No dije nada más. Me quedé callado, no fuera a ser que al decirles lo maravilloso de la telaraña, la destruyeran gustosos. Todos se pusieron a correr de un salto y subieron a sus bicicletas. ¡Ahí vienen!, gritó Chuy. Desprendí la mirada de la telaraña y mi boca del chorro de agua, girando mi cabeza: los de la cuadra de arriba estaban en nuestra cuadra, con sus hermanos mayores y un rifle de postas.

miércoles, abril 12, 2006

a orillas del tiempo perdido

Las manecillas de los relojes se han oxidado y puesto lentas como la huída del un caracol, llegando casi a la parálisis, como si montones de arena hubieran entrado en esa minuciosa maquinaria. Olvidé mi reloj y el tiempo no parece avanzar en esta playa de suave oleaje. Tengo como única referencia de las horas a la posición del sol quemándose en el cielo y el movimiento de las sombras que reflejan las palmeras sobre la arena azafranada. La verdad es que no olvidé mi reloj: se lo regalé a un hombre que vendía jugos de naranja a la orilla de la carretera que conduce a esta playa, justo ahí, en donde está el cruce de las vías abandonadas del tren. Prefiero decir que lo olvidé en algún lugar, o que lo extravié, a decir que lo cambié por un litro de jugo; simplemente porque no quiero que me molesten con comentarios superficiales acerca de mi atrevimiento de cambiar algo con más valor por algo de mucho menos. No se alarmen, era simplemente un pinche reloj: un aparato que mide el tiempo para angustiarnos y hacernos creer que no hay tiempo para nada.

lunes, abril 10, 2006

el tour de jawad y el yuca

Jawad Rana era de Pakistán pero había vivido casi toda su infancia -y lo que iba de su adolescencia- en Arabia Saudita. Era su primer año en Maur Hill, donde cursaría la preparatoria completa. Tenía 15 años y estaba más delgado que un perro callejero. Usaba lentes con fondo de botella que agrandaban sus ojos de manera descomunal y, en vez de darle un look de tonto, lo hacían parecer un tipo muy agradable. Y sí que lo era. Me dijo que esa cabra a la que salía abrazando en la foto era su mascota. Después rió y me confesó que el animalito fue el banquete que dieron en su fiesta de despedida allá en Arabia hacia más de 6 meses; casualmente, el mismo día en que cumplió 15 años. Me platicó que la tradición decía que el animal -que más bien era chivo, y no cabra- tenía que ser hospedado en su casa todo un día y él y su familia deberían tratarlo como rey, para así, justificar su sacrificio en la celebración y agradecer su carne. Todo esto me lo tradujo el Yuca, un yucateco que había sido roomate de Jawad un semestre antes.

Jawad me regaló unos dulces árabes, unas monedas y unos billetes de baja denominación de Pakistán y de Arabia. Hablaba urdu, pero era raro escucharlo hablar en ese idioma, aún y estando con su grupo de amigos de la misma nacionalidad. La mayoría de los estudiantes extranjeros en Maur Hill eran de Pakistán, pero ellos tomaban clases regulares de preparatoria, no cursos intensivos de inglés como yo. Los Pakis, como les decíamos, tenían en común dos cosas aparte de sus rasgos físicos: todos vivían en Arabia y todos hablaban en inglés entre ellos. En aquella época, el odio y la ignorancia no llegaban a tanto como para hacer bromas a sus espaldas sobre ataques terroristas o para evitar sentarse con ellos en la mesa. Ese año el mundo era un lugar mejor y los gringos no eran tan paranoicos como para ver a un terrorista en cada extranjero que entrara a su país.

Jawad y el Yuca me dieron un tour por el colegio. Me explicaron las reglas y los horarios a grandes rasgos. Me mostraron el comedor, la lavandería, el gimnasio, la pista de atletismo, los jardines, las mesas de ping pong, la iglesia. Era obligatorio para todos los estudiantes residentes de Maur Hill ir a misa los domingos, incluso los musulmanes y budistas tenían que ir. Ese era el trato –o chantaje-: Ellos iban a misa católica los domingos, y la escuela respetaba su religión y costumbres gastronómicas. De hecho, durante el Ramadan, a los estudiantes de fe islámica les cocinaban cosas especiales y los dejaban rezar durante la madrugada en el cuarto de tele, que era el cuarto más grande del edificio. Después de las 10 de la noche, nadie podía salir del dormitorio si no era para ir al baño; a los musulmanes sí se les permitía hacer eso durante su Ramadan. Eso era lo que me gustaba de esa escuela: la tolerancia y el respeto. Y eso es lo que más extraño: que en ese año, el mundo era un lugar mejor.

sábado, abril 08, 2006

jawad rana

El Father Camilus era el director del edificio donde estaba mi dormitorio. Me lo presentó Miss Paula llegando a Maur Hill. Era un sacerdote viejo y flaco, de ojos muy claros y barba de cuatro días. Él sí que no hablaba ni una pizca de español. Tenía una tiendita improvisada -pero bien surtida- en su oficina, y una vasta colección de películas en formato vhs, las cuales prestaba en la compra de palomitas para microondas.

El Father Camilus me encaminó hasta el que sería mi cuarto. Era el número 17, casi al final del pasillo. Tenía dos camas, un escritorio, cuatro cajones, dos sillas, un pizarrón de corcho, dos lámparas, un pequeño closet y un aire acondicionado que también servía de calentador; todo en un espacio de cuatro por cuatro metros. Eran veinte los dormitorios, pero veintiún puertas, porque a mediación del pasillo estaba el cuarto de tele: una sala grande con sillas y sillones, video casetera y televisor a color donde se podían ver las películas del Father Camilus; ah, y comer las palomitas que nos vendía como condición para prestarnos su valiosa colección.

El dormitorio olía a humedad disfrazada con polvo para aspirar alfombras. Amontoné las maletas sobre la cama y me senté en una orilla del colchón. Era pequeña pero cómoda. Recordé que tenía que comprar también un cobertor para el invierno, pues sólo nos daban sábanas y fundas para almohada. En el corcho, de lado derecho del escritorio, había varias fotos perforadas y sujetas con tachuelas. Me acerqué para verlas mejor. Eran imágenes de una familia hindú, o árabe, o iraquí, no sé, todos sus miembros eran morenos, de cejas pobladas y nariz prominente; tenían que ser de medio oriente. Entre todas las fotografías, hubo dos que llamaron más mi atención: una era de una cabra y la otra, era de un joven de lentes, más o menos de mi edad, que abrazaba a la misma cabra de la otra foto. Hey, hello, I´m Jawad. Volteé de un sobresalto y ahí estaba, parado bajo el marco de la puerta de la habitación, el mismo güey de lentes que salía abrazando a la cabra en la foto; el que sería mi compañero de cuarto (roomate) durante todo el año. Hi, my name is Jawad Rana, nice to meet you. ¿What´s your name? Yo nomás le entendí que dijo algo de una rana.

jueves, abril 06, 2006

kansas blues

Lee la primera carta arriba del avión y así vete en orden todos los días, me dijo. Yo obedecí. Ese fue el punto de quiebra de mi llanto. Volví a meter la carta en la cajita de plástico, en el mismo lugar de donde la había sacado.

Aterrizamos en Topeka. A pesar de la desvelada del día anterior, no dormí ni un minuto durante el vuelo. Dos maestros del Maur Hill Institue me esperaban puntualmente en el aeropuerto; los distinguí desde la banda giratoria de las maletas porque cargaban con una pancarta que decía mi nombre. Pensé que eso de las pancartas con el nombre de uno sólo le sucedía a gente importante o en las películas. La bienvenida fue cálida. Me ayudaron a cargar los velices llenos de ropa para todo un año. Mr. Ríos y Miss Paula hablaban en un español agringado pero con muy buena pronunciación. Mr. Ríos parecía un mojado indocumentado y no sé si el acento gringo lo hacía a propósito o en realidad no hablaba bien el español por ser norteamericano de padres -o abuelos- mexicanos El camino de la sala 7B hasta el estacionamiento fue largo. Mr. Ríos y Miss Paula rompían el silencio hablando sobre el clima, un huracán y no sé qué más; yo iba pensando en otras cosas -comprar un walkman, comprar sobres y timbres postales para las cartas, aprender a lavar ropa blanca y de color- y no les presté mucha atención.

Subimos las maletas en la van: Maur Hill Institue, decía sobre la puerta en letras casi doradas. En la ventana había un pegote de un cuervo con uniforme deportivo, la mascota de la escuela, pensé. El trayecto a la escuela fue largo y espectacular. Mirando a través del cristal, comprendí de qué me habían estado hablando los dos maestros en los pasillos del aeropuerto. Dos semanas antes, el huracán Calvin había azotado algunos poblados del estado de Kansas, destruyéndolos casi en su totalidad. Era algo impresionante. A la orilla de la carretera se podían ver refrigeradores, sillones, coches volteados, árboles partidos a la mitad, televisores, bañeras, postes de luz acostados, vacas despanzurradas, paredes enteras, puertas, ventanas y grandes charcos anegados. Todo estaba reducido a pedazos, como en pedazos había dejado el corazón de mi madre y de mi primera novia.

Volví a leer la primera carta en la camioneta, mientras Mr. Ríos seguía hablando del huracán. La primera carta terminaba con algo así: “…cada día vas a leer una carta, no importa la hora ni el lugar. Sólo te pido que la última de ellas, la que está al final de la cajita, la leas arriba del avión de regreso…”. Faltaba demasiado para ese día y me volvieron a dar ganas de llorar.

miércoles, abril 05, 2006

kansas

Tiene nombre de estornudo: Atchison. De hecho, cuando alguien me pregunta que en dónde aprendí inglés, bromeo con que tengo una alergia. Abro mi boca, cierro los ojos, frunzo la nariz y hago así: ¡Aaaatchsssn!, como si estornudara con fuerza. Obviamente el chiste es malísimo, aparte, nadie lo entiende; sólo mis familiares, uno que otro amigo y los que estuvieron en ese pueblo olvidado estudiando conmigo. Así se llama el pequeño poblado de Kansas al que me mandaron a estudiar inglés cuando terminé la preparatoria. Atchison.

Iba yo a cumplir los 17 años, aún era virgen, salí con promedio de 8.8 de un colegio marista, acababa de partirle el corazón a mi primera novia con la noticia del viaje y faltaban 4 meses para otra devaluación económica, una más de las tantas que ha tenido mi pobre país.

No olvido las palabras de despedida de la abuela a su nieto mayor: “Las gringas están locas, m´ijito, ten cuidado, esas viejas están bien locas”. Recuerdo también las palabras de mi padre a su hijo el mayor, el día de la fiesta de despedida: “Acuérdate que esta oportunidad no todos la tienen, que estamos haciendo un sacrificio muy grande para tenerte estudiando allá y ojala lo aproveches bla, bla, bla” Mi madre no decía nada, fingía estar contenta, pero luego supe -por palabras de mi padre- que lloró cuando crucé aquella puerta del aeropuerto y desaparecí con mi maleta de mano a lo largo del pasillo. Después supe -de boca de mi madre- que mi papá trató de consolarla apuntando con su dedo a un avión que volaba, diciendo: “Mira, ahí va tu hijo, en esa ventanilla. ¡Dile adiós!”, y como una niña pequeña que se cree todo lo que le dicen, ondeó su mano a contraluz del cielo que resplandecía en su llanto.

Yo lloré ya estando arriba del avión. Miré la ciudad a través de la ventanilla: parecía una maqueta, un trabajo escolar, un mapa turístico. Se me figuró ver a cientos de metros de distancia, en una de sus calles miniatura, un coche similar al de mis padres. Ondeé mi mano a contraluz del blanco intenso de las nubes, como un chiquillo que se cree todo lo que le dicen.

sábado, abril 01, 2006

20 cosas de mi vida que les valen madre

0.- Mi abuelo Gustavo murió un 25 de octubre de 1975 y yo nací exactamente un año después. Todo mundo dice que soy él. Pues si existe la reencarnación, yo ya chingué.

1.- Mi abuelo admiraba a los caricaturistas y yo terminé siendo uno. Mi abuelo tenía un negocio de estopas; a ver si no termino jalando en un negocio de esos.

2.- Mi papá es médico veterinario, tiene más de 10 años en la política y es candidato a diputado federal. Ya le dije que haga reformas pa´que los perros puedan votar.

3.- Mi mamá atiende la veterinaria desde hace mucho tiempo, pero ella no es veterinaria, nomás cobra el billete y pone orden y una que otra vacuna porque no tiene chiste ponerlas.

4.- Tuve dos hermanas mayores.

5.- Si estuvieran aquí, tal vez no tendría dos hermanas menores. O tal vez seríamos cinco y no hubiéramos tenido las mismas oportunidades. Que bueno que nomás fuimos tres.

6.- Soy el mayor de los primos y nietos por parte de la familia de mi mamá. Tiene sus ventajas y desventajas. Cuando todos tus primos son menores te das unas aburridas horribles en los eventos familiares.

7.- Le llevo 28 años a la menor de mis primas. Voy a ser de esos primos rucos de los que nadie se acuerda y con los que nadie se lleva por ruco, snif.

8.- Por parte de mi padre no soy el primo/nieto mayor, pero sí el único hijo varón con el primer apellido Caballero. ¿Quiobo?

9.- Mis primos son hijos de hermanas de mi padre. Mis primas, de sus hermanos; lo que me hace ser el único que puede tener descendencia con apellido Caballero, así es que los demás no valen si tienen hijos, jojojo.

10.- Tuve un galgo, un gran danés, un dálmata y muchos chihuahueños y french poodles. Mi casa nunca olió ni ha olido a perro.

11.- Una vez viajamos mi papá, un amigo de él y yo hasta New Jersey en coche. Fueron 3 días y medio de camino y escribí una bitácora de viaje. Ahí me entró el rollo ese de escribir pendejadas.

12.- Un tiempo iba todos los días a un extinto zoológico de aquí de Monterrey porque mi padre ahí trabajaba. Un pinche chango siempre me jalaba el pelo cuando entraba a su jaula.

13.- Un eland estuvo a punto de escaparse de su jaula levantando la malla con los cuernos. Recuerdo a los visitantes corriendo, a mi padre y otras personas jalando de una soga y yo escondido en la bodega donde tenían el alimento del antílope.

14.- Una vez fuimos a un rancho cinegético por dos bisontes para el zoológico. La mejor aventura que creo haber tenido. La sensación de ir persiguiendo a la manada dentro de la caja de una camioneta… uuuuts.

15.- Mi padre tenía la costumbre de entrar a los cuartos con guitarra en mano y cantar Las Mañanitas en los cumpleaños, cosa que me encabronaba bien cabrón de morrito y aventaba cosas y me ponía a llorar.

16.- También lloraba y hacía corajes cuando me tomaban fotos. Chale, viéndolo bien, estaba bien pinche loco

17.- Le tenía miedo a los payasos, lloraba en el kinder porque me quería ir a mi casa, no me gustaba ir a las fiestas de mis amiguitos y, cuando iba, me la pasaba enchichado con mi amá y lloraba y me abrazaba más fuerte de ella cuando me decían que le fuera a pegar a la piñata. Era un niño genio, ese era el pedo.

18.- Una vez pedí una sangría en un restaurant y, en vez de traerme el refresco, me la trajeron preparada con vino tinto. Recuerdo a mi papá diciéndome "siéntate bien, Gustavo... ¡que te sientes bien!... ¿pos qué tienes m´ijo???". Pos andaba bien pedo.

19.- Nunca me he fracturado nada.

20.- Mi mamá descubrió que una chavita que me cuidaba cuando era yo un pequeñuelo me daba unas chupadotas en el pizarrín. Por más que intento acordarme, no me acuerdo.