jueves, septiembre 29, 2005

huapango pa´vivir con sabrosura...

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Es medio día y las notas de lo que parece ser un sabroso huapango se mezclan con el sube y baja de la marea que resplandece con el sol. A estas horas, las tripas comienzan a rugir, la frente comienza a sudar, el canelo comienza a rozar entre ingle y huevo y el sol tuesta más la piel. La efervescencia de la espuma marina es el acompañamiento perfecto del fino chillido del violín y el ronco pom pom del bajo sexto. Huele a cilantro, ajo y ostiones frescos; aunque pudiera ser que huele a mojarra, cebolla y salsa habanera. Pero juro que el olor no proviene de mis bisagras. Una mujer gorda, con un lápiz en la oreja derecha, se pasea entre las mesas mientras va sirviendo enormes copas de mariscos a precios módicos. Las gotas de luz que se cuelan a través del techo de palma reposan sobre el rostro de una muchacha morena que atiende la antigua caja registradora; allá en Monterrey pudiera ser modelo, les gustan esos rasgos serranos y etnicos extravagantes. Esas mismas gotas de luz que golpean su rostro, forman escamas doradas que hacen destellar el vaso frío del que bebo un heladota Corona. Hay una niña que juega con un coatí bebé a lado de la muchacha morena; imagino que es su hija. De la improvisada cocina del lugar sale un hombre con un delantal blanco que dice “capitán” y, con una sonrisa bajo el bigote, va cargando platos llenos de peces fritos, camarones para pelar, verdura fresca y caldos rojizos; dejando una estela de fragancias tan poderosa que ni la brisa salada del océano se puede robar. En un lugar como este, la cerveza sabe mejor si se toma servida en un vaso y no directamente del envase. En un lugar como este, todo sabe mejor. El vaso continúa destellando cada que bebo de él. No hay paredes, no hay televisores, no hay aires acondicionados ni bocinas; los saleros están hechos con latas de refresco, las servilletas se aplastan con una piedra para que no se vuelen y la cuenta la apuntan en pedazos de cartón. Con la panza llena, aplaudo cuando finaliza la canción. Sereno, el más anciano del cuarteto se lleva el violín al hombro, y empieza a tocar con una pasión que lo rejuvenece. Pasión. Ahí está la clave para vivir bien y muchos años. Bueno, aunque un poquito de mar, cerveza, descanso, música y mariscos también ayudan.
Pero no crean que ando oootra vez de huevón de vacaciones; aquí ando en la pinche ciudad, nomás que este post lo tenía guardadillo desde hace rato. Saludos.

lunes, septiembre 26, 2005

karlota la pelota

Cuando a Karla le empezaron a crecer las chichis, sus padres ya no la dejaron que se juntara con nosotros. Karla era una niña medio machorra que jugaba al futbol, a policías y ladrones, bote pateado y fut beis con nosotros. Las niñas del barrio no la querían porque nunca jugaba a las comiditas con las muñecas. De hecho, no creo que Karla tuviera muñecas; Santa Clos siempre le traía bicicletas o balones de futbol. Una vez, hasta unos tachones para jugar le trajo, unos tachones que ni los que jugaban futbol tenían. Karla jugaba al fútbol mejor que muchos de mis amigos y aguantaba las burlas y empujones que a cada rato le metían para quitarle el balón. Azotaba fuerte en el pavimento, pero nunca la vi llorar: se levantaba resollando como si estuviera enchilada, se sobaba la rodilla raspada y sacudía sus manos. Recuerdo que siempre traía la frente sudada. Le decíamos Karlota La Pelota y no se enojaba, al contrario, era muy buena onda la Karlota, tan buena onda que se pasaban de la raya con ella y eran más rudos con ella que con cualquier otro niño. Hasta yo una vez le metí el pie -inconscientemente- para obtener la aprobación del grupo, quienes rieron al oirla azotar en el asfalto. Me arrepentí toda mi vida de eso. Karla era a la única mujer que dejábamos entrar al club del monte baldío donde estaba el mezquite y no le importaba vernos miar entre las hierbas. Sus padres no veían con buenos ojos que Karla fuera la única niña del grupo y menos que se metiera al monte baldío con puros niños. No sé qué pensaran sus padres pues en aquella época no había de qué preocuparse; a esa edad pensábamos que la pipí sólo sevía para eso: para hacer pipí. Una vez su papá habló con nosotros acerca de cosas de sexo, según él para explicarnos los motivos por los cuales ya no dejaba salir a jugar a Karla con nosotros. Desde ese día vimos a Karlota la Pelota con otros ojos. Ya nada más pensábamos en sus chichis y en que queríamos que nos las enseñara. Vi a Karla hace poco en un centro comercial, con su esposo y su bebé -o bebita- recién nacida. Me saludo, la saludé, me presentó a su esposo, lo saludé y acaricié con suavidad el cachete de su hijo(a). Me preguntó que a quienes seguía viendo del barrio; le dije que a nadie. Nos despedimos diciendo que qué gustazo habernos visto. Me despedí de su marido y acaricié de nuevo el cachete de su retoño. En realidad no era tan marimacha como pensábamos. Seguí caminando por el centro comercial con la conciencia intranquila y algo de culpa: nunca le pedí perdón por haberle metido el pie para que tropezara hace 20 años.

domingo, septiembre 25, 2005

misalchicha

Por aquella época en la que la madreada más gacha que te podían decir era "¿Cuánto es 1000 + 1000?" y uno de pendejote contestaba "pos 2000" y se la reviraban con un "chúpale la cola al albañil; por aquella época, recuerdo yo, que me obligaban a ir a misa (a mi salchicha, era otra de las madreadas). Aborrecí ir a misa por ese simple hecho de que me llevaban a güevo. No voy a misas de velorios ni de bodas desde entonces, mejor caigo directamente al pachangón. Además, en aquella tierna época, yo tenía mis cuestionamientos, mis dudas, mi ética y mis creencias y me encabronaba que no las hicieran válidas o las consideraran estúpidas por el hecho de no tener pelicanos en el puerto o peleas en la coliseo, como se dice vulgarmente, queridos lectores. No sé por qué les gustaba tanto ir a misa si eran rete harto de aburridos los sermones del padre. Y, cuando el padrecito era de esos "buena onda", de esos que platica con los chavos y bromea (pero en la mente los encuera bien rico), se me hacía de lo más mamón e hipócrita. Tampoco me gustaba ir a misalchicha porque no me sabía persignar en la modalidad esa de que se hacen una cruz en la frente, otra en la barbilla, otra en el pecho y quién sabe dónde más. Me cagaba que, los mismos ojetes que quemaban y despanzurraban tlacuaches, se me quedaran viendo con cara de desaprovación por no saber hacer la pantomima esa. Tampoco me gustaba ir porque no me sabía el choro mamón ese de "por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa", donde todos ponen caras de víctimas y me volteaban a ver otra vez moviendo la cabeza en desaprovación y mirando al cielo implorando perdón por mi alma impura; pero de ahí se iban a matar tlacuaches y a darles orines en envases de refresco a los niños pobres. Hubo una época en que hubo Misiones, o sea, grupos de chavos bondadosos que iban a evangelizar ejidos de salvajes y gente prietita y pobre donde veneraban al satánico Niño Fidencio. Tooodos los ojetes de mi colonia se metieron, menos yo, y me vieron otra vez con mirada castigadora y perdona vidas. Me reemputba que me preguntaran "¿por qué tú no te metiste a las Misiones?", ¡puuuaaajjj!!! Recuerdo que una vez llegaron los vatos de la cuadra bien emocionados, platicando que habían cotorreado bien chido con el Padre Lalo (porque era Lalo, no Eduardo, porque era su amigo y era bien buenas ondas y era un padre chavo... ¡puuuaaajjj!!!) y que les había hablado de la masturbación, pero decía que él no la practicaba. Yo les dije que cómo podían confiar en un cabrón que traicionaba su propia naturaleza. Se me quedaron viendo con cara de pendejos, callados y luego me dieron pamba loca por mamón y subversivo. Tantas cosas que me causan nauseas al recordar aquella época en que el domingo era un castigo, un discutir, un defender mi postura, un fallido intento de convivencia familiar. Apunto esto porque ayer, no sé por qué, me acordé de mi maestro de la secu el Caballo, marsita y religioso, el único que escuchaba y defendía mis puntos "anarquístas" diciéndome: "Mientras no te conviertas en un hijo de la chingada, nunca pises una iglesia; písala cuando lo seas". El Caballo era hermano marista, cuarentón, yucateco, me inculcó el hábito de la lectura y de escribir, jugaba futbol bien cabrón, corría hecho la madre, se sabía unos chistes buenísimos, era estricto, justo y honesto, sabía escuchar y sabía platicar... y lo partió un rayo -literalmente- viendo un partido de fut de sus alumnos en el lugar donde muchas veces nos dijo que quería que lo enterráran cuando muriera. PLOP!!!

viernes, septiembre 23, 2005

por favor, hagamos algo...

Los abuelos y los padres siempre tienen historias extraordinarias acerca de su niñez. Nos platican -o platicaban- que se iban de excursión todos los días a ríos, lagunas o cerros de la localidad; que escalaban, nadaban, pescaban y hacían fogatas para cocinar las mojarras y los langostinos que atrapaban. Que había garzas y cervatillos. También gavilanes, renacuajos y sapos gordos. Que se quedaban a dormir ahí entre las piedras, bajo el cielo estrellado, y veían lluvias de estrellas a cada rato. Otros platicaban que ordeñaban vacas y se hacían panes con nata, que sus madres preparaban los mejores frijoles a la charra, el mejor caldo de gallina y que arrancaban y comían tantos mangos y duraznos de los árboles que hasta les dolía la panza del hartazgo. Desgraciadamente, yo no voy a tener este tipo de historias para contarles a mis sobrinos, hijos o nietos. No porque no las haya vivido o porque no vaya a tener sobrinos, hijos o nietos, sino porque las viví distinto. Ahora, ya no hay ríos en los que uno se pueda meter a nadar y todos los cerros están fraccionados y pelones. Las mojarras y los langostinos se murieron de tanta porquería que le echan a las aguas. El manto estelar ya no se alcanza a ver por tanto humo; tampoco las hermosas lluvias de estrellas. Ya no hay garzas ni cervatillos; menos gavilanes ni cantos de sapos. Las vacas están llenas de químicos que les inyectan, los frijoles a la charra son enlatados y no hay árboles de mangos ni duraznos ni de ningún tipo. No quiero ni siquiera imaginar lo que le van a contar mis sobrinos, hijos o nietos a sus sobrinos, hijos y nietos… porque me pone triste.

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miércoles, septiembre 21, 2005

el pollo perro de la asamblea escolar

Mi pollo se comportaba como perro y nunca supe por qué. Cuando salía al patio a darle de comer, corría hacia mí con las alillas abiertas. Me seguía pa´todos lados, como si fuera un perro obediente. Me lo regalaron en la escuela uno de esos días en que se recuerda un hecho histórico y se hace una asamblea en el patio central por donde se pasea la escolta y todos saludan con la mano en el pecho. Saludar... ¡Ya! Firmes... ¡Ya! Recuerdo que el pollito estaba pintado de azul, como las paletas de vainilla que tanto me gustaban. Claro que había rojos, verdes y morados; pero ese me gustó más. A todos los niños de la escuela nos regalaron un pollito, no sé si con el afán de crearnos un sentido de responsabilidad mandando al pobre pollo como carne de cañón a nuestras casas para ver qué tanto nos duraba sin morirse apachurrado o de hambre. El caso es que a tooodos mis compañeros se les murió el animalito a la semana, si no es que antes. Pero el mío se hizo gallo... o gallina; no sé, el pedo es que me despertaba todas las mañanas con su kikirikiii. Se le quitó lo azul del plumaje cuando creció y le salió una cresta roja y también un buche, que era la pechuga. Le daba pan bimbo integral en trocitos y, cuando no había, le molía croquetas de la Pinina, una perrilla chihuahueña miembra de mi familia también. Cuando iban a mi casa, ninguno de mis amigos podía creer que ese gallo (gallina) era el pollito que me habían regalado en el colegio aquella asamblea donde Bety, la niña que me ganaba a las carreritas, fue la abanderada. Suena estúpido decir "qué chidas aventuras pasé con mi pollo", juarjuar, hasta a mí me da risa y me siento bien ñetón; pero es cierto. Por aquella época acababa de leer el libro Platero y Yo y, pos como no había espacio en el patio pa´un caballo, un pony o un burrito, pos mi pollo era mi escudero y mi mas fiel amigo. Tan fácil que era tener 8 años, cuando lo más horrible era tener que ir peinado y con zapatos boleados a la asambea escolar, salir al patio tomando distancia y formar filas. Pero todo valía la pena cuando la escolta pasaba frente a mí y veía a Bety con la bandera.

domingo, septiembre 18, 2005

la mamá de pollito

A mí siempre me han gustado más las nalgas de las mujeres que sus chichis. Todos mis amigos decían que la mamá del Pollito tenía unas chichotas bien grandotas y bien sabrosas, pero a mí, dijeran lo que dijeran, me seguían gustando más las nalgas de su mamá. El Pollito se juntaba con nosotros y era el menor del grupo: tenía como cuatro años menos que todos. Sin embargo, era el único niño de esa edad al que permitíamos entrar al club secreto que teníamos en el monte baldío -donde estaba el Huizache- sólo porque su mamá estaba bien buenota y porque era el único del barrio al que le habían comprado un Nintendo. Nos gustaba ir a su casa con el pretexto de jugar al BurgerTime y, mientras unos jugaban, otros nos metíamos al cuarto de su jefa a hurgar en los cajones llenos de calzones y ropa interior bien loca. Había tangas de colores y sostenes de todo tipo de estampados que usaba para conseguirle un nuevo papá a Pollito. Aunque tenía novio: un chavo más joven que era bien buena onda y llegaba en moto por ella y a veces nos daba vueltas en su moto bien chingón. Todas las señoras de la colonia la criticaban por ser guapa y por el novio joven; pero a todos nos caía muy bien –el novio y la mamá de Pollito- y sentíamos que nuestras mamás le tenían un poco de envidia por ser joven y hermosa (y bien puta, decía Lacho). En los cajones debajo de la cómoda encontrábamos condones, cremas y aceites que olían bien rico; como a frutas y a playa. La mamá de Pollito siempre nos saludaba bien a todo dar y se ponía a platicar con nosotros, eso era lo que más me gustaba de ella -a parte de sus nalgas- que no hacía diferenciación entre las edades o brecha generacional, la mamá de Pollito nos daba nuestro lugar como individuos pensantes y se interesaba por nuestras pláticas. Claro que nuestras madres pensaban que platicar con la mamá del Pollito era sinónimo de que nos enseñara las chichas o nos hiciera tocamientos. ¡Bueno fuera!, pensábamos todos. Ya no se anden metiendo a mi cuarto porque luego me faltan calzones, cabrones, ¿se los llevan a sus novias, verdad?, nos decía la mamá de Pollito y ahí andábamos todos sonrojados. Pollito nomás se hacía pendejo. A mi me sonrojaba más el hecho de ver a Pollito haciendo como que jugaba al Nintendo y no oía. No sé si Pollito no se daba cuenta o se hacía pendejo de que entrábamos al cuarto de su jefa y le robábamos los calzones y los condones, que terminaban inflados y en manos de las niñas, como si fueran globos; y las muy estúpidas se la creían que eran globos. Este globo huele raro, decían, y todos no atacábamos de la risa. Lacho prefería escarbar en el cesto de la ropa sucia donde estaban los calzones usados, porque decía que olían bien rico: olían como a cuando acompañaba a su mamá de compras al Gigante y pasaban por la pescadería. Se le quitó el gusto por buscar tangas en el cesto de la ropa sucia una vez que encontró un calzón ensangrentado. Había algunos calzones que ni siquiera le cubrían las nalgas y era nomás un hilito que se le metía entre las nalgas para ser masticado a cada paso. El novio de la mamá de Pollito me dio un rol en la moto, mientras ésta se arreglaba. Cuando salimos de la privada, mi padre iba llegando a mi casa en el coche. Me vio con cara de “ya te llevó la chingada cuando llegues a la casa”. La vuelta en la moto no la disfruté por la angustia. Llegué a mi casa y, en efecto, me llevó la chingada.

jueves, septiembre 15, 2005

la niña que corría bien recio. capítulo 7.

Bety siempre le quitaba las orillas a su sándwich de jamón y queso y me las regalaba porque no le gustaban. A mí me gustaban mucho las orillas del pan, pero me gustaba más Bety. Me gustó aún más –y la odié todavía más- cuando un día, en la clase de educación física, nos pusieron a jugar carreritas en el patio a todos los del salón. Si alguna gracia tenía yo era que corría más rápido que todos mis compañeros del salón y que casi toda la escuela. Los únicos que me ganaban eran los niños grandes de sexto. Pero ¡oh sorpresa!: Bety me ganó. Era de mi edad y era niña, ¿cómo podía ser eso? El maestro de educación física escogió a los tres primeros en haber llegado al otro lado del patio –yo en segundo lugar sin poderlo creer- y organizó otra carrerita. Volví a llegar en segundo lugar. Bety nomás sonreía. Desde ese día, Bety me gustaba y me angustiaba más. Correr junto a ella me transformaba las patas en débiles extremidades de gelatina temblorina. Dicen que así es el amor.
Yo era de esos niños que creía que si tenía tenis nuevos iba a correr más rápido. Sentía que con mis tenis Panam viejos ya no corría tan recio porque Bety me había ganado. Quería unos tenis de botín, de esos que traían todos mis compañeros de la escuela. Mi mamá me decía que me los iba a comprar pero yo le decía que nada mas los vendían en Estados Unidos. Ella me dijo que no, que ella los había visto en Gigante y que eran igualitos. Le comentamos a mi papá la situación de mis tenis viejitos y al día siguiente le dio dinero a mi madre para que me comprara los tenis de botín que todos traían en la escuela. Corrí emocionado al estante en donde estaban los tenis de botín y agarré un par. Primero pruébatelos, burro, jajaja, me dijo mi madre. Salí emocionado de la tienda con los tenis nuevos puestos y los tenis viejos guardados en la caja de los nuevos. Pisaba suavecito la calle para que no se fueran a ensuciar. Caminaba viéndolos, paso a paso. Estaba emocionado. Corrí en el estacionamiento del centro comercial hasta el carro y me di cuenta de que, en efecto, ya corría más rápido. Llegamos a la casa y los tenis nuevos no me los quería quitar ni para dormir. Al día siguiente, en la escuela, yo era el niño más feliz y más veloz, nomás estaba esperando desesperado el recreo para jugarle unas carreritas a Bety para ahora sí ganarle. Quise presumirles a los niños del salón mis tenis nuevos, pero mejor decidí no hacerlo. Como quiera, se dieron cuanta y echaron a reir: ¡jajajaja, son de Gigante! ¡Te los compraron en Gigante y son marca Gigante, jajajaja! No me los quise volver a poner, pero tuve que hacerlo porque eran los únicos tenis que tenía. Ah, por cierto: Bety me volvió a ganar.

miércoles, septiembre 14, 2005

Capítulo 6

Voy a vuelta de rueda por mi antiguo barrio. Me estaciono en donde hubo alguna vez vegetación, juegos y sueños. Ahora sólo veo calles sin paleteros, muros que ya no escalo y banquetas en las que ya no me siento sin importar ensuciar el pantalón. Antenas, tinacos y portones de hierro. Postes de madera con muchos cables que forman pentagramas sobre el cielo encenizado. Los pocos pajarillos que reposan en los cables parecen notas musicales de una muy corta y triste opereta. Ya no hacen sus nidos en los árboles, ahora construyen sus nidos en los transformadores de los postes de luz, pero casi siempre terminan en el suelo chamuscados, con el pico lleno de hormigas y los huevecillos de sus crías rotos o tirados a propósito por los trabajadores de la Comisión de Electricidad porque, según su limitado entendimiento, consideran que los nidos de las aves son los culpables de los cortos circuitos y los apagones de colonias enteras. Tampoco queda vegetación. La única vegetación que existe son los seis, diez o doce metros cuadrados de césped a la entrada de las casas, esos que están frente a la ventana de la sala o a los pies de la puerta principal. No hay más mantos verdes como cuando existían los montes baldíos.
¡¡¡Ahí estaba el gran Huizache!!! Ese que daba una sombra más grande y fresca que la de las nubes. Ahí estaba, en donde ahora está esa casa: la beige con blanco de rejas cafés. Los constructores y los dueños no planearon la vivienda en función del antiguo árbol, el verdadero dueño de ese terreno. No pensaron en hacer el patio en el área donde recostaba su follaje el antiguo árbol, no los cautivó su tamaño ni respetaron los miles de anillos de su tronco. No lo indultaron como a los toros, dejándolo vivir por el sencillo y extraordinario hecho de haber estado firme durante tantas estaciones y tantas generaciones. Llegaron con sus maquinas y sus bultos de cemento y barrieron con todo: con el Huizache, con el mezquite que crecía a su lado, con nuestro club y con los fantasmas buenos de mi infancia. Se robaron la sangre de mis rodillas absorbida por la corteza de alguna de sus firmes ramas, el sudor y la mugre de las palmas de mis manos que imprimí en el tronco que a diario escalaba. Tiraron con descaro las risas sujetas y tejidas como telarañas en sus hojas, se robaron litros de orines nuestros y de los perros callejeros que desfilaban por el barrio y que nosotros adoptábamos como mascotas del club. Hicieron aserrín los pellizcos de las garras de los gatos que ya no podían bajar y que yo rescataba para que no le hicieran daño. Apagaron con sierra eléctrica el trino de las aves que lo anidaron y el peso de nuestras almas en aquellos años cuando nos colgábamos boca abajo con las piernas dobladas de la rama más gruesa del noble árbol que nunca nos tumbó de su copa. En un solo día me robaron el alma de mi barrio y la cambiaron por un horrible espectro gris.

martes, septiembre 13, 2005

La Masacre de los Idealistas. Capítulo 5.

En aquella época aún existían los paleteros. Pasaban todos los días por mi colonia sin importar la época del año. Pasaban frente a mi casa empujando sus carritos llenos de paletas de hielo de muchos colores. Paletas que -según mis papás y los papás de mis amigos- los paleteros fabricaban con agua del escusado. A mí nunca me importó esa leyenda urbana, como tampoco la de los dulces envenenados en Halloween o las naranjas con jeringas y navajas adentro. Las paletas que más me gustaban eran las azules de vainilla, porque pintaban la lengua y uno se imaginaba que la vainilla era una fruta azul y extraña. También compraba las paletas de pepino, chile y grosella y también imaginaba que la grosella era una fruta misteriosa porque no sabía qué era la grosella. Eso sí, nunca compraba las paletas de leche, esas sólo daban sed. Dos monedas de las que me dio mi madre para que me saliera a jugar las usé para pintarme la lengua de azul con una paleta de vainilla. Ah, ¡pero que no se enterara!, porque estoy seguro que saldría con su frase de que me iba a dar una pulmonía o una infección en la panza por comer paletas hechas con agua sucia. Tenía que aprovechar las paletas de hielo; pues, en algunos días, el paletero cambiaría el carrito de paletas por uno de elotes con crema calientitos.
Los del barrio jugaban fútbol. No me gustaba jugar fútbol cuando hacía frío porque los pelotazos dolían más. Pero ni hacía tanto frío. Como quiera, a mí nunca me escogían para jugar al fútbol porque parecía como si tuviera dos piernas izquierdas atrofiadas. Además, yo siempre era bien honesto (porque así me decían que tenía que ser) si metía mano, y como que eso no les gustaba mucho a los niños de mi equipo. Si los del equipo contrario gritaban ¡mano!, yo decía que sí, que sí había metido mano. Esa era la verdad, no sé por qué se enojaban. Pero todos los niños de mi equipo se enojaban me sacaban del equipo y ya no me dejaban jugar. Los del equipo contrario se meaban de la risa porque no podían creer que yo estuviera tan imbécil como para aceptar que había metido mano. Aún estaba yo muy inocente como para entender la relación de la honestidad con la imbecilidad. El hecho de que no fuera ni tantito bueno para el deporte no hacía muy feliz a mi padre, quien vertía en mí todos sus sueños de gloria deportiva frustrados inscribiéndome en todo tipo de actividades físicas. “Ya hubiera yo querido tener las mismas oportunidades que tú tienes”, me chantajeaba siempre con esta frase. Y remataba con una más dramática: “Yo soñaba con que tu abuelo me hubiera podido pagar unas clases de fútbol, deberías de aprovechar las que yo te pago”. Pero sus frases no hacían efecto en mí porque siempre me quedé con ganas de responderle: Pues tú, yo no... tú eres tú y yo soy yo. Pero no lo hice porque sabía que corría el peligro de estrenar el cinto nuevo de mi padre con mis nalgas. Mi madre me gritó desde la ventana para que me metiera a cenar y todos mis amigos rieron y corearon: ¡Aaaay, su mami le habla para cenar!

domingo, septiembre 11, 2005

La Masacre de los Idealistas. Capítulo 4.

Nunca supe si la tía Pinole estaba loca o nada más medio pendeja. Con ese nombre tal vez ambas cosas. De hecho, nunca supe si así se llamaba o así le decían. De lo único que estoy seguro es que Pinolilla, como le decíamos de cariño, tenía mucho dinero. Sin embargo, me daba los regalos más extraños y estúpidos que un niño de 9 años pudiera recibir. Sus regalos parecían una broma, por no decir, una patada en los huevos. Me llegó a regalar ganchos para colgar la ropa, una grapadora, cera para lustrar zapatos, agujetas, jabón de tocador de hoteles en los que había estado hospedada, un cortaúñas, una taza con el logotipo de algún partido político y, en una ocasión, me regaló una sandía. ¡Ahora si que te la mamaste con la sandía, Pinole!, le dijo uno de mis tíos -su hermano menor- y todo mundo echó a reír. ¿Por qué?, ¿qué tiene de malo?, contestó ella poniendo cara de pendeja. Por eso digo que nunca supe si estaba loquita o tontita o simplemente era exageradamente tacaña y se hacía pasar por loca. La tía Pinole murió joven, no sé de qué, y le dejó todo su dinero a mi abuelita: una viejita huevona que su único oficio era darle de comer a las palomas cagonas del parque frente a su casa y estar fingiendo enfermedades para joder a sus hijos. Debo admitir que los regalos de la tía Pinole eran lo único divertido de mis cumpleaños porque lo divertido de cumplir años desaparecía cuando los adultos se empeñaban en regalarme cosas que ellos consideraban útiles, como pares de calcetones gruesos, guantes para el frío, un agua de colonia, agendas, plumas y un sweater a cuadros bordado cortesía, como todos los años, de mi abuelita; quien se volvió igual de tacaña que su hija Pinole después de la herencia. Pero ningún juguete recibía. Por eso prefería los regalos de la tía Pinole, por eso la extrañaba: porque ella de perdido me sorprendía y mantenía viva mi capacidad de asombro, cosa que los adultos habían olvidado ya tiempo atrás. Bueno, debo decir que Chuy sí que me sorprendió al regalarme la revista de mujeres encueradas que había traído su papá de Houston y que tenía escondida debajo del colchón de la cama. Yo la escondí donde mismo.
Era otoño y el viernes acababa de cumplir 9 años. Pero ya era domingo, el día más triste y cínico de la semana. Recordar a la tía Pinole lo hacía más llevadero. Sentía calor a pesar del viento fresco de los últimos días de octubre. El sol pegaba de lleno durante todo el día en la ventana de mi cuarto. ¡Se te va a atorar la lengua ahí, cabrón!, me decía mi madre entre en broma y en serio. Me divertía mucho ponerme frente al abanico y hablar. Me daba risa cómo las aspas rebanaban mis palabras y le daban un efecto como de robot a todo lo que decía. Podía quedarme horas frente al abanico de mi cuarto, hablando solo, con la boca a centímetros de las rejillas protectoras, imaginando que era un androide: H-o-o-o-l-a-a-a m-a-a-a-m-i-i-i, le decía a mi madre cuando pasaba por mi cuarto. ¡Ya quítate de ahí!, te vas a mochar la lengua, gritaba mi jefecita con cierta preocupación. Además te va a dar una pulmonía, remataba con esta frase que era de sus favoritas. T-a-a-a b-u-u-u-e-e-e-n-o-o-o, le respondía. Era de lo más estúpido hacer eso, pero era divertidísimo perder el tiempo de esa manera. Me dio cinco monedas para que dejara de perder así el tiempo y me saliera a jugar. Los calcetones, los guantes y el sweater a cuadros bordado los guardé en un cajón. El agua de colonia –que nunca usé- la puse en el baño

viernes, septiembre 09, 2005

La Masacre de los Idealistas. Capítulo 3.

Y ahí estaba Don Toño en el suelo, como tlacuache recién despanzurrado. Nunca había visto llorar a un hombre. Mis amigos no lloraban porque decían que llorar era de niñas, por eso yo tampoco lloraba. No delante de ellos, porque luego me decían mariquita sin calzones. Nunca imaginé que el primer hombre al que vería llorando sería un señor grande. El papá de Chuy le pegó bien enojado a Don Toño en la panza con el puño cerrado y luego lo agarró a patadas en el suelo, igualito que mis amigos pateaban hasta matar a los tlacuaches. Ahí estaba Don Toño -el que nos había enseñado la adivinanza esa de tito tito capotito sube al cielo y pega un grito- tendido con la mitad del cuerpo en la calle y la otra mitad en la banqueta. Lloraba peor que como yo lloraba cuando nadie me veía. Don Toño era el velador de la colonia y manejaba una bicicleta roja con un foquito en el manubrio que encendía con la fricción de la llanta trasera. Don Toño nos contaba unas historias de terror bien padres de su pueblo –al que extrañaba mucho porque ahí estaba toda su familia- y nos ayudaba a desmontar la hierba de los baldíos con su machete para hacer nuestros clubes. Una vez, Don Toño se fue con Chuy y Lacho al club secreto que teníamos abajo del Huizache grande, ese que daba una sombra enorme y fresca comparada solamente con la sombra de las nubes. Días atrás habíamos escondido en el club unas revistas pornográficas y unas tangas –una roja y otra negra- que le robamos a la mamá del Pollito, una señora muy guapa de la que todos los padres hablaban mal sólo porque era divorciada y tenía un novio 7 años menor que ella. Don Toño sacó las tangas y las revistas y les enseñó a Chuy y a Lacho a jalarse el pito hasta venirse. Estos dos pensaron que sería divertido en un principio aprender a hacerse hombre de la mano del vela, pero cuando vieron eyacular y contorsionarse a Don Toño como manguera de bombero, salieron huyendo despavoridos de la maleza para decirles a sus papás. El papá de Chuy lo golpeó rabioso hasta que se cansó. Estaba rojo de la cara; más rojo que Don Toño. Me dio muchísima lástima. Nunca había visto llorar a un hombre; menos suplicar. El hecho de que fuera un hombre pobre que manejaba una bicicleta roja y que extrañaba a su familia que vivía en un pueblito, acabó por estrujarme el corazón. Chuy y Lacho sólo miraban con la culpa en el rostro pero con cierto halago, como si el velador fuera un tlacuache. Así como sucedió con Doña Tencha y su hijo, no volvimos a saber nada de Don Toño desde aquel día en que se lo llevó una patrulla. Ahí aprendí una verdad universal. Una verdad que me duele peor que una uña enterrada en el meñique, pero que ahora compruebo que existe a diario: Los pobres, los débiles y los animales son la misma cosa y hay qué tratarlos sin respeto y con desprecio. Ese es el ejemplo que dan los mayores, los políticos, los empresarios, los líderes del mundo y la mayoría de los humanos. Tomar otro camino para torcer esta horrible verdad sería ser sólo un idealista… ¿Por qué no serlo???...

Basta de esta novela en formato de blog. Ya no los atormentaré ni haré bostezar con este dardo tranquilizador literario si no hasta la próxima semana.
Buen fin de semana.

jueves, septiembre 08, 2005

La Masacre de los Idealistas. Capítulo 2.

Esa imagen del niño llorando bañado en orines y abrazando a su mamá no se me borra. Quizá por esto nunca me hice tan amigo de los niños que vivían en el barrio al que nos acabábamos de cambiar para vivir mi familia y yo. Pero no sólo con los hijos de las criadas hacían estas barbaridades; con los animales eran más crueles. Y también hay imágenes que no se me borran. Recuerdo que le inyectaban Coca Cola a las lagartijas hasta que les tronaran los ojos, mataban tortolitas con rifles de postas, enterraban gatos en los montones de arena y grava que había en las construcciones aledañas y les daban con palos en la cabeza. Con los tlacuaches se portaban de lo más desalmados que podían (si es que se podía ser más desalmado). Pateaban a los tlacuaches hasta matarlos; si no se morían a puros puntapiés, los rociaban con alcohol o aerosoles y les prendían fuego estando aún vivos. Recuerdo una vez que salió un tlacuache de casa de Lacho. Lo corretearon y lo interceptaron con una patada en el costado antes de que el animalito pudiera esconderse en el monte baldío. De otra certera patada, lo levantaron como a metro y medio del suelo y lo hicieron volar a más de tres de distancia, que casi cae en la banqueta de enfrente. Hacerse el muerto al animal no le ayudó mucho porque estos salvajitos era lo único que sabían acerca de ese animal: que se hacía el muertito. No sabían ni siquiera que era un marsupial (¿marsu qué???), el único marsupial (marsu qué, no mames, me decian) existente en América. Y le dieron otra patada qué sonó más bofa que las anteriores. Y algo salió volando. Algo como tripas de color rosa. Más bien, parecían chicles masticados porque se veían babosos y eran rosas como los Motitas sabor frutas. Pero no eran vísceras: eran las crías de la zarigüeya regadas en la calle. Con la metralla de patadas se salieron de la bolsa de su madre. Ya no podía mirar más. Lo niños enloquecieron al ver las crías. Sólo alcancé a escuchar que, con piedras, las apachurraron una a una. Les halagaba con exquisito morbo el sonido que hacían la carne y los huesos -aún cartilaginosos- al embarrarse en la carpeta asfáltica. Plosh, plosh… giuuuu!, decía algún imbecilito con asco fingido. Lacho corrió a su casa y, en segundos, salió con un bote de spray para el cabello de su madre. Sacó un encendedor, oprimió el atomizador y terminó de matar a la mamá zarigüeya que agonizaba.
Continuará...

miércoles, septiembre 07, 2005

La Masacre de los Idealistas. Capítulo 1.

No se me olvida y no creo algún día poder olvidarlo. Todos orinaron adentro de él. Sus pilingas eran tan chiquitas que fácilmente cabían por el agujero. Esos cabroncitos llenaron de miados un envase vacío de refresco sabor manzana y lo volvieron a tapar con la corcholata. A mi no me gustaba ser cómplice de ese tipo de bromas que tanto disfrutaban los niños de mi colonia. No sé; a mí me gustaba ocupar mi cerebro en otras cosas menos chingativas y más productivas. Tenían planeado darle los miados embotellados al hijo de Doña Tencha, la señora que por un sueldo de mierda lavaba, planchaba, barría y trapeaba en algunas casas de la colonia; como en la casa de Chuy, de quien había sido la idea. Estos güeyes le dirían al niño que era un refresco de piña o de manzana y, según palabras de Chuy, “van a ver cómo se lo toma el pendejo, jajajaja”. Chuy defendía su escatológico plan argumentando que el hijo de Doña Tencha -el pinche pelón lleno de mocos, como le decía- se la pasaba todo el día agarrando sus juguetes sin su permiso y que ya le había perdido las pistolitas de algunos monos de La Guerra de Las Galaxias y, que además, le había descompuesto un carrito de tracción que le había mandado su papá de Houston. Sentado en un escalón de una construcción a medias, a lo lejos, miré cómo llegaron los niños de mi colonia con el hijo de Doña Tencha a ofrecerle el refresco. Y en efecto: mientras la bola de hijitos de la chingada huían atacados por una risa endiablada, el niño emocionado se bebía los orines de toda esa bola de culeritos. Vi cómo se le frunció la cara hasta desfigurarla. Sentí cómo se ahogaba e imagine el horrendo sabor caliente cuando los escupió al momento en que le quemaron los labios, el esófago y el estómago. Vi romperse en peligrosos fragmentos de cristal el envase al caer de sus manos, escuché cómo su llanto -sofocado por el asco- se mezclaba con las carcajadas de los cobardes que le hicieron la broma. Alcancé a percibir cómo sus lágrimas se mezclaban con los orines que le escurrían de la barbilla. Oí cómo intentaba retomar el aire que se le iba entre suspiros entrecortados por el coraje y el sentimiento. Vi venir a su madre -Doña Tencha, la gorda, como le decían- corriendo espantadísima; tan espantada que volcó la tina de agua olor a lavanda con la que trapeaba la entrada de la casa de Chuy. Vi a Doña Tencha abrazar a su hijo instintivamente, cómo animales con sentimientos. El niño soltó un grito mientras respondía al abrazo de su madre; un grito que, de lo horrible que fue, era digno de la compasión y la lástima más inmundas. Vi, viví y sufrí todo esto como un apacible imbécil: sin decir ni hacer nada. No lo disfruté, pero no hice algo para impedirlo. También vi que Doña Tencha nunca más volvió a trabajar en las casas de mi colonia para poder mantener a su pequeño hijo con retraso mental. No se me olvida... y no creo algún día poder olvidarlo...
Continuará...

martes, septiembre 06, 2005

aaayyy, papacitos...

Nunca he comprendido la felicidad a la que aspiran nuestros padres.
Sienten que tienen el derecho de decirnos qué es lo que nos va a hacer felices y qué es lo que no; porque eso que ellos dicen que nos hará felices o infelices es lo que a ellos hace felices o infelices.
Los padres son muy egoístas. Uno tiene que ser más egoísta que ellos para alcanzar su propia felicidad; no la de sus padres.
Ellos ya tuvieron su oportunidad de ser felices, si la desaprovecharon, aaayyy, qué pena. Que no vengan con que quieren nietos para poder sobrellevar esa vida de pareja que deterioraron hace años.
A los padres les importa mucho que sus hijos tengan un título, a pesar de que sean unos buenos para nada, unos empleados de por vida, unos infelices y frustrados con tendencias suicidas o unos deshonestos con la sociedad y con ellos mismos pero bien pagados.
A los padres de familia lo único que les importa es que sus hijas terminen la carrera y saquen un título, aunque su futuro marido les prohiba trabajar, las golpee, les haga tres hijos o las engorde como cerdas para que se queden encerradas en la casa cuidando fieras. No importa: el título universitario colgado de un clavo en la pared de la sala vale la pena.
¿Por qué los padres no se emocionan cuando su hijo decide irse a vivir a otro país???
¿Por qué no se emocionan cuando su hijo les dice que es jotito y que es bien feliz recibiendo macana por el aniceto???
¿Por qué no son felices cuando su hijo puso un negocio exitoso sin necesidad de un título???
¿Por qué no son felices hasta que su hija se casa con "un muchacho de buena familia"???
¿Por qué no son felices cuando su hijo decide irse a vivir en unión libre???
¿Por qué no son felices cuando sus hijos les dicen que son felices??? ¿Por qué algunos padres de familia tienen qué imponer su senil, apolillada, falsa, moraloide, decrépita, anticuada y erronea manera de ver el mundo???
Señoras y señores: venimos a este mundo a desmentir a nuestros padres y a enseñarlos.
¿Qué será mejor???: Hacer lo que a uno le dicen que haga o hacer lo que a uno le dicta el corazón que haga...

Saludos desde algún lugar en el que no me dicen qué hacer ni cómo actuar...


yo Posted by Picasa

lunes, septiembre 05, 2005

¿desea redondear su cuenta???

Hijosdesuchi... ya en cualquier tienda asaltan a uno con esa jalada de redondear la cuenta. "¿Desea donar 38 centavos para la Casa Hogar Pepito contra Los Mostros???". Pos ya qué chingaos le hago, ni modo que me vayan a devolver mis 38 centavos o que me vaya a poner con que "no, ni madres, a mi me devuelves mis centavitos". Pero ya veo esto como un pinche robo descarado. En tooooodos lados ya adoptaron esa "nueva forma de ayudar" y siguo viendo niños malabareando pelotitas en la calle o limpiando parabrisas en los semáforos. Ayer me salieron con la jalada de que cuánto quería donar a la Casa Hogar Memín Pinguín para Niños Feos (o un pedo así). Les dije yo: "¿Cómo que cuánto?, qué no redondean la cuenta...". El empleado me dijo que no, que lo que fuera mi voluntad, desde 5 pesos hasta 1000. Vayan a la chingada, cabrones. Todavía me comprobaran que ese dinero si tiene un buen fin, o se vieran los resultados, o no fuera tan sospechoso el hecho de que ya todo mundo anda con esa onda de que donen centavitos... Ya hasta mi Carl´s Jr y el pinchurriento Mc Donalds piden aportaciones para sus obras de caridad. No mamen: el payaso más millonario del mundo (y más gay) pidiendo dinero a sus clientes; que se ponga a hacer hamburguesas el cabrón. Está como la situación esta que están viviendo los gringos ahorita con lo del Katrina: andan muy sabrosos descuartizando raza allá en medio oriente pero no tienen helicóteros ni otros medios (ni cerebro) pa´salvar a su gente. Muy buenos pa´destruir, pero muy pendejos pa´reconstruir. Y todavía nos piden ayuda: pos no que son la potencia más chingon del mundo... nomás pa´lo que les importa. Saludos.

sábado, septiembre 03, 2005

el blog sí deja...


Siempre pensé que como caricaturista no iba a valer pa´pura madre porque, pa´empezar, ni sé dibujar. Estoy al tanto de que mis garabatos y mi indisciplina y huevonería no me van a llevar al estrellato como a Trino; que ahora es millonario, vende libros (que yo compro) y es muy gracioso. Menos voy a encontrar la fama y el dinero como pintor (que no he vendido ni un sólo cuadro... pero he regalado un chingo) y menos voy a comerme un bistek como pseudo escritor de pacotilla que no publica ni madres. Pero no me importa. Para lo único que yo quiero tener dinero es para comprar una parcela fuera de la ciudad con muchos árboles frutales, un río y que nadie me esté chingando con que hay que convivir con la gente. Nunca imaginé que ser blogero tendría sus frutos. Y muy buenos. Los invito a que me lean en internet los lunes, miércoles y viernes en www.elregio.com, mi columna "...a la deriva", o si no, en la versión impresa aquí en Monterrey de el periódico El Regio. Saludos a todos los blogeros que me han ayudado, echado porras y alentado en esto tan hermoso (aaayyy, qué hermoso!!!) que es el blog. Gracias.

jueves, septiembre 01, 2005

para ya saben quién...



Chequen la manilla de la Fabi bien venuda... como la de la mami de Margarita Gralia, pero mejor...
Estoy acostumbrado a que digan misa y a que todos conspiren en mi contra. Incluso mi familia; pero eso es normal. Ya me acostumbré a que te digan que qué haces con ese meco; que qué de bueno te puede dejar un niño con picha regordeta, que qué vas a ganar conmigo: un morro de 28 años. Que por qué no rehaces tu vida porque tienes una hija. Que puedes elegir a cualquier cabrón que se plante frente a ti y que cualquier cualquiera se puede enamorar de ti porque eres hermosa, cotorra, estas bronceada y eres a toda madre. Y no es porque yo sea cualquiera, pero sé de quién enamorarme. Lucho todos los días contra millonarios, cuarentones, narcos, cachondos, divorciados, lesbianas y urgidos que te quieren encamar, dar pa´tus chicles o te quieren para toda la vida. Lucho contra mi familia y tu familia. Lucho sin luchar, porque sabes que soy un hombre de paz que te da tu libertad y que todos me la pelan y pellizcan bien chido. Y que soy apático, pacífico, me hago pendejo, parco e inexpresivo; a menos que nos veamos en la cama, en el suelo, en algún espacio abierto o en un tiempo libre. Soy yo contigo y todo vale madre. Lucho contra mí, porque nadie había entrado en Guffolandia mas que tú; y eso sí está cabrón. Entrar a Guffolandia es un mérito, pinche Fabi; porque sabes como soy de rarito con mis cosas: con mis libros, mis películas, mis peces, mis tortugas, mis dibujos, mi tiempo, el polvo del dvd, la tele, el Pac Man... Lucho, lucho y lucho con el Motel Lucho. Nomás no lucho contra mi corazón ni contra el tuyo. Mejor vámonos a jugar luchitas en las cama; no quiero luchar con nadie más, mas que contigo: un round sin máscara ni cabellera (no me queda cabellera). Cuatro años de estar cargando con este gigantismo de corazón es algo muy bueno... Te veo para ir a cenar al restaurante ese que dicen que está muy bueno... pero hay sorpresas... me la pintaré de verde.  Posted by Picasa